Cuando de adolescentes estudiábamos —en clase de Historia— la Revolución
Industrial, mi imaginación se llenaba de barro, olor a coles cocidas, niebla
fabril y niños de Dickens, y creo que no iba mal encaminado. Algo sucedió en
aquellos tiempos en los que se inventaron las fábricas y el trabajo en cadena,
que no me gustaba. De hecho, el panorama que acabo de describir no puede
resultar más desolador. Pero hoy, pasados los años y después de muchas lecturas
y mucho tiempo viviendo al aire libre, comprendo que lo funesto de aquella
etapa del mundo fue el crecimiento desmesurado de las ciudades y el abandono del
campo, es decir, la deshumanización de los hombres, que pasaron de saberlo todo
del vecino a desconocer quién vive en el piso de al lado.
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Otra consecuencia fue que nos desligamos de la Naturaleza. En la ciudad
importa muy poco el paso de las estaciones, así como el equilibrio tan delicado
entre la acción humana y eso que hemos venido a llamar medio ambiente. En el
empacho de la luz eléctrica, ¿qué valor tienen para nosotros las fases de la
luna, clave en la vida de los pueblos hasta antes de ayer? ¿A qué urbanita le
causa preocupación la sequía, cuando los supermercados siguen atiborrados de
comida? ¿A quién le duele que millones de hectáreas se hayan transformado en
monocultivo para que tengamos la despensa llena? Los cazadores se quejan de que
apenas quedan palomas de paso, de que la perdiz roja es ya un triste ayer, de
que no hay codorniz y de que el conejo de monte prolifera en las zonas
ajardinadas de Madrid, pero ha desaparecido del paisaje mediterráneo. No hay
cangrejo de río, no hay trucha, no hay salmón… Pobre Miguel Delibes, que se fue
a la tumba con este dolor clavado en el alma.
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