2 nov 2017

Todos participamos de ciertos fariseísmos. Casi siempre son menores, como cuando entre amigos decimos despreciar a las revistas del corazón y, sin embargo, en la sala de espera del médico nos lanzamos en plancha sobre la mesa de la prensa, dispuestos a ponernos al día en los dimes y diretes de la camarilla de la estúpida felicidad. Otro es el de las redes sociales, de las que aseguramos sentirnos distantes y a las que, sin embargo, dedicamos los momentos mejores de la jornada, siempre ofreciendo en ellas nuestro mejor perfil, para que el mundo mundial pueda creerse que también somos parte de esa camarilla de la estúpida felicidad. Y otro más es el de la televisión, que abominamos como si fuese la boca abierta de un dragón, sobre todo en sus sobredosis de basura o de realidad mercantilizada, cuando las cocinas en falso directo y los escenarios para los cantantes de primera hornada son la ventana de nuestra sobremesa nocturna.


Hay fariseísmos de los otros. De los malos. De los vergonzantes. De los oprobiosos. Como el de Hollywood, que desde hace semanas se tira de los pelos y se mesa las barbas ante el modo con el que Harvey Weinstein, rey midas de la producción cinematográfica, se cobraba los favores que hacía a determinadas actrices, jovencitas y de buen ver. El New York Times ha cantado la gallina y por eso florece el «si te he visto no me acuerdo», el «todos lo sospechábamos», el «¿Amigo?... El señor Weinstein era un conocido, nada más, aunque cenara en casa todos los viernes».

Quienes trabajan en el ramo, también en el negocio de la televisión y de la música, susurran que sus mundillos están cuajado de abusadores como Weinstein, pero que no pueden dar nombres. Deberíamos añadir, sin fariseísmos, que no nos extraña la existencia de tantos depravados en una cultura hipersexualizada como la occidental (escuchen la letra de algunas de las canciones dirigidas a los adolescentes, analicen la falta de elipsis en las escenas de cama en series y películas), en la que todo lo relacionado con el bajo vientre se da por bueno, sin que nadie cuide siquiera de la salud emotiva de los niños: cuando escribo, las marquesinas de las paradas de autobús —en las que se detienen las rutas escolares— muestran un anuncio en el que aparece un tipo con un gesto de satisfacción, junto a un mensaje relacionado con el orgasmo. Nada nuevo bajo el sol; nuestros hijos han crecido rodeados por la libido desatada de muchos publicistas.

Ante la historia de ese productor miserable, me ha venido a la memoria el arrobo con el que hemos atendido a una serie de personajes públicos que alardeaban de su falta de control sexual, sin poner en valor a las mujeres (o a los hombres, porque entre esos personajes también hay mujeres de estímulos insaciables) con las que compartieron sus aventuras. Algunos presumían de haber disfrutado de varias miles. Y aunque «menos lobos, caballerete», lo cierto es que no cuesta imaginarse a algunos de esos depredadores confundiendo el nombre de la que hacía de la trescientos dieciocho, con la que fue la trescientos dieciséis. Sabemos que los sexodependientes usan su poder para satisfacer tantos antojos, siempre a cambio de promesas de fama, lujos o dinero. Otras veces es la violencia a la que empuja el consumo de drogas y alcohol en fiestas donde todo es un despiporre, como ocurría en las orgías que organizaba el recién fallecido fundador de Playboy, aquella revista que convertía a preciosas señoritas en objeto de disección (algunas reconocen que después de haber pasado de mano en mano de hombres ricos, influyentes y mayores, pensaron quitarse la vida).

El hombre que desprecia la sensatez en estos asuntos, suele comportarse con enorme cobardía. Por eso —que los fariseos no se lleven las manos a la cabeza— se revuelven cuando aparecen, años después, hijos ilegítimos a los que no están dispuestos a reconocer. Juzgan que un hijo es algo demasiado serio para ser consecuencia de un capricho inmediato, como si el sexo no fuese el camino de la procreación, así que abandonan toda la responsabilidad en la madre, por no haber pedido jugosos fajos de billetes a cambio del silencio o por no haberse sometido a un aborto que solucionara semejante dolor de cabeza.









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