3 nov 2017

Dicen que el santuario de Lourdes es el segundo destino turístico de Francia. No sé si creérmelo, porque son pocos los turistas con los que allí me he encontrado. Peregrinos, muchos, muchísimos, atraídos por la esperanza que emanan los rincones en los que la Virgen María ha tenido a bien mostrarse. Hay cristianos que se sienten distantes de este tipo de lugares, porque los alrededores del recinto suelen convertirse en un espantoso mercado de rosarios, imágenes de plástico, cirios y recuerdos de poco gusto estético. También ocurre en las calles de la villa de Lourdes, donde a la sombra de los Pirineos repican las cajas registradoras aprovechándose de la fe de sus visitantes. Pero el negocio nada tiene que ver con lo que sucedió en la gruta de Massabielle cuando la Inmaculada tuvo a bien aparecerse a una pastorcita casi analfabeta. Tampoco con lo que ocurre en la basílica ni en los hospitales y hospederías que reciben a miles de enfermos como los que se apostaban junto a la piscina de Bethesda. Allí no hay simonía sino el deseo de encontrarse con la que es mediadora de todas las Gracias, así como de recibir todos los beneficios de los sacramentos (Eucaristía, Reconciliación, Unción) y, por qué no, beneficiarse del poder sanador de una Madre, constatado en tantos milagros certificados por médicos a los que distingue su falta de fe y, por tanto, su objetividad científica.

En Lourdes he conocido a Kepa Etxegarai. Iba a añadir, después de una coma, «paralítico cerebral», como si su discapacidad física, que es casi total, le definiera. Pero no, a Kepa le definen otras cosas mucho antes que sus limitaciones, que saltan a la vista (la silla de ruedas, los movimientos continuos e incontrolables, la dificultad para hablar, la rigidez de sus miembros y los equilibrios a los que está obligado para poder alimentarse). A Kepa Etxegarai, como a casi todos los enfermos que peregrinan a Lourdes, le define, en primer lugar, una alegría ejemplar, así como el deseo irrefrenable de vivir. Y después su sensibilidad artística. Porque detrás del telón de su aspecto, a Kepa Dios le ha regalado una sensibilidad especial, muy fina, participativa de la cualidad creadora de la Trinidad, modo con el que Juan Pablo II distinguía a los artistas.

Haciendo realidad aquel dicho de que las cosas que merecen la pena exigen un esfuerzo superlativo, Kepa se las vio y deseó para poder escribir. Repito que no puede controlar sus movimientos. Pero se empeñó, primero con un puntero atado a su frente, hasta que logró mecanografiar las palabras, y después —tras una lucha titánica— con sus dedos sobre el teclado del ordenador. Y cuando entendió que con esas palabras podía representar su interior, volcó su cualidad de poeta.

«Bajaste desde el cielo/para anunciar tu llegada/a una niña sencilla e inocente», comienza uno de sus poemas, dedicado a santa Bernadette. «Niña de Jesús/ que llevas en el alma/al Hijo de Dios», canta a una pequeña que acaba de recibir la Primera Comunión. «Que se vayan los malditos diablos/de mi cuerpo. /Que vengan los ángeles protectores/para curarme», eleva su oración en otra poesía. «…soñar sin barreras que no nos aten para amar/ soñar que estoy contigo», dedica a aquellos que sufren parálisis cerebral y no pueden manifestar con su cuerpo la dicha del amor.

En Lourdes se deshace la desesperación, y no sólo la de los enfermos sino también la de quienes les ayudan, camilleros y enfermeras según la antigua manera de nombrar a los hombres y mujeres que acudimos, de vez en vez, para atender a esos pacientes que son como ángeles sin alas, misterio de los misterios, pregunta para la que no encontramos respuesta y en la que sólo adivinamos un designio que está más allá de nuestras especulaciones, el bien del mundo a través de los cuerpos crucificados, de la aparente fealdad del declive al que todos acabaremos enfrentándonos, esa zona oscura de la existencia que no tiene cabida en el diseño de nuestro mundo superficial.


Kepa Etxegarai es un milagro, un poeta que ha venido a redimir a este pequeño escritor que tantas veces se queja por asuntos que no dejan huella, bagatelas de quien tantas veces pierde la inmensidad del horizonte, concentrado en sus planes diminutos.

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