Dicen que el santuario de Lourdes es el segundo destino turístico de
Francia. No sé si creérmelo, porque son pocos los turistas con los que allí me
he encontrado. Peregrinos, muchos, muchísimos, atraídos por la esperanza que
emanan los rincones en los que la Virgen María ha tenido a bien mostrarse. Hay
cristianos que se sienten distantes de este tipo de lugares, porque los
alrededores del recinto suelen convertirse en un espantoso mercado de rosarios,
imágenes de plástico, cirios y recuerdos de poco gusto estético. También ocurre
en las calles de la villa de Lourdes, donde a la sombra de los Pirineos repican
las cajas registradoras aprovechándose de la fe de sus visitantes. Pero el
negocio nada tiene que ver con lo que sucedió en la gruta de Massabielle cuando
la Inmaculada tuvo a bien aparecerse a una pastorcita casi analfabeta. Tampoco
con lo que ocurre en la basílica ni en los hospitales y hospederías que reciben
a miles de enfermos como los que se apostaban junto a la piscina de Bethesda.
Allí no hay simonía sino el deseo de encontrarse con la que es mediadora de
todas las Gracias, así como de recibir todos los beneficios de los sacramentos
(Eucaristía, Reconciliación, Unción) y, por qué no, beneficiarse del poder
sanador de una Madre, constatado en tantos milagros certificados por médicos a
los que distingue su falta de fe y, por tanto, su objetividad científica.
En Lourdes he conocido a Kepa Etxegarai. Iba a añadir, después de una coma, «paralítico cerebral», como si su discapacidad física, que es casi total, le
definiera. Pero no, a Kepa le definen otras cosas mucho antes que sus
limitaciones, que saltan a la vista (la silla de ruedas, los movimientos
continuos e incontrolables, la dificultad para hablar, la rigidez de sus
miembros y los equilibrios a los que está obligado para poder alimentarse). A
Kepa Etxegarai, como a casi todos los enfermos que peregrinan a Lourdes, le
define, en primer lugar, una alegría ejemplar, así como el deseo irrefrenable
de vivir. Y después su sensibilidad artística. Porque detrás del telón de su
aspecto, a Kepa Dios le ha regalado una sensibilidad especial, muy fina,
participativa de la cualidad creadora de la Trinidad, modo con el que Juan
Pablo II distinguía a los artistas.
Haciendo realidad aquel dicho de que las cosas que merecen la pena exigen
un esfuerzo superlativo, Kepa se las vio y deseó para poder escribir. Repito
que no puede controlar sus movimientos. Pero se empeñó, primero con un puntero
atado a su frente, hasta que logró mecanografiar las palabras, y después —tras
una lucha titánica— con sus dedos sobre el teclado del ordenador. Y cuando
entendió que con esas palabras podía representar su interior, volcó su cualidad
de poeta.
«Bajaste desde el cielo/para anunciar tu llegada/a una niña sencilla
e inocente», comienza uno de sus poemas, dedicado a santa Bernadette.
«Niña de Jesús/ que llevas en el alma/al Hijo de Dios», canta a
una pequeña que acaba de recibir la Primera Comunión. «Que se vayan los
malditos diablos/de mi cuerpo. /Que vengan los ángeles protectores/para
curarme», eleva su oración en otra poesía. «…soñar sin barreras
que no nos aten para amar/ soñar que estoy contigo», dedica a aquellos
que sufren parálisis cerebral y no pueden manifestar con su cuerpo la dicha del
amor.
En Lourdes se deshace la desesperación, y no sólo la de los enfermos sino
también la de quienes les ayudan, camilleros y enfermeras según la antigua
manera de nombrar a los hombres y mujeres que acudimos, de vez en vez, para
atender a esos pacientes que son como ángeles sin alas, misterio de los
misterios, pregunta para la que no encontramos respuesta y en la que sólo
adivinamos un designio que está más allá de nuestras especulaciones, el bien
del mundo a través de los cuerpos crucificados, de la aparente fealdad del
declive al que todos acabaremos enfrentándonos, esa zona oscura de la
existencia que no tiene cabida en el diseño de nuestro mundo superficial.
Kepa Etxegarai es un milagro, un poeta que ha venido a redimir a este
pequeño escritor que tantas veces se queja por asuntos que no dejan huella,
bagatelas de quien tantas veces pierde la inmensidad del horizonte, concentrado
en sus planes diminutos.
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