Es peligroso juzgar las intenciones. Y casi siempre, injusto. Por eso no
quiero cargar las tintas contra la voluntad del pintor, que desconozco, ni
contra la falta de juicio de la asociación de belenistas de Sevilla que le ha
encargado el cartel con el que se anuncia la Navidad de 2017. La imagen se ha
hecho de sobra conocida: un efebo con melenita y alas, la mano izquierda al bies
y la otra sujetando una Giralda de tamaño medio y a la altura de una zona
delicada del cuerpo —delicada también para los angelotes—, de la que mana un
lirio. Supongo que nadie duda que el cuadro se presta a un sinfín de interpretaciones,
las más de ellas jocosas y burlonas. El artista dice que ha pretendido
homenajear a Murillo (pobre Murillo…) y a los ángeles que decoran el arte
barroco (¡angelitos del mundo, uníos!), y no voy a dejar de creerle. Pero lo
cierto es que no me imagino al bueno de Machín sacudiendo las maracas con su
perezoso movimiento de brazos, el gesto melancólico y la pajarita clavada en la
nuez, cantándole al tipo del cartel, que por demás ni siquiera cubre la cuota
de raza negra que, hoy por hoy, debería imponerse por ley ante el riesgo de que
los espíritus puros de casi todos los Nacimientos (poco importa que hablemos de
iglesias, conventos, ayuntamientos o viviendas particulares) sean regordetes,
rubicundos, varones y heterosexuales.
Lo triste de la historia, qué voy a contarles, es el seguidismo de los
partidos políticos, medios de comunicación, asociaciones vecinales y pandillas
de bar y dominó, al sofocón que se han llevado los amigos de las LGTBs ante los
comentarios de los ciudadanos en las redes sociales. En la era del pensamiento
único, solo nos cabe aguantar y callar, con permiso de los belenistas que
escogen a sus pintores.
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