He visitado uno de los obradores de Estepa y, claro, he inaugurado la
Navidad. Navidad a dos carrillos, porque a ver quién es el valiente que se resiste
a caminar por la pasarela de «El Santo» (por elegir una de las fábricas)
mientras los empleados realizan la masa (harina tostada, manteca de almendra,
azúcar, canela, ajonjolí, cacao, ralladura de limón o de naranja, coco…), la
amoldan, la hornean, bañan en chocolate cada pieza si es menester y la
envuelven —tris tras— en esos papeles que son promesa de dulce en polvo.
Mientras utilizo la excusa de la probatura para acabar con cada una de las
variedades del surtido, me temo que el propósito de cerrar el pico y salir de
paseo para quemar tanta caloría de más, se retrasa hasta mediado el mes de
enero.
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Andalucía esconde en conventos y cocinas (atención: en las fábricas de
mantecados no saben qué son los conservantes ni los potenciadores de sabor) una
delicadeza que viene a equilibrar las mendacidades de este país de «Manadas» y
otras aberraciones. Los hojaldres traen la delicadeza de las manos limpias de
la clausura, que mientras siguen paso a paso las instrucciones de una tradición
centenaria, repasan las cuentas de las avemarías en favor de los que van a
disfrutar de glorias, yemas, panes de Cádiz, roscos de vino, polvorones y
turroncillos, sean o no creyentes, practiquen o no las obligaciones de este
tiempo de Adviento y de los misterios de la Navidad.
Hay todavía quienes se excusan cuando a los postres se pasan las bandejas
repletas de tan dulces pecadillos. No, que engordan. No, que no me van los
mantecados de las monjas. Y después —oh misterio—, cuando tan tiernas
maravillas duermen en la despensa, poco a poco van menguando por culpa de un
glotón sin nombre.
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