1 dic 2017

Dicen que internet es, en resumen, un larguísimo algoritmo. Para mí, lo mismo que nada, pues soy de los que no se molestan en revisar las vueltas en los comercios, ya que las sumas y las restas siempre me dan resultados diferentes. No nací para las matemáticas; mucho menos para la lógica. En mi paisaje no cabe otra medida que la de la imaginación, que no siempre se encuentra engrasada ni ocurrente, como dan fe los días en los que apenas consigo redactar unas líneas.

Sospecho que la publicidad en internet también es una cuestión de algoritmos. Una suma de ceros y unos, responsable de que cada usuario de la red encuentre sus consultas salpicadas de publicidad a la carta. Si cuando consulto la prensa o curioseo Facebook e Instagram me ofrecen novelas, cómics, materiales de pintura y talla, debe ser porque las operaciones matemáticas me conocen, me persiguen y me espían. Si Pinocho llevaba en el hombro un grillo sabelotodo, yo cuento con un algoritmo capaz de leer el fondo de mi conciencia. Lo asevero porque a mi mujer se le abren viajes a precio de saldo. Será porque viajamos poco. O porque siempre que viajamos lo hacemos de saldillo. O porque los viajes tienen mucho más de sueño que de realidad, de proyección que después acaba en nada, sin que esa nada nos quite el disfrute de haber planificado un desiderátum que alegra las fronteras de nuestra rutina. Pero ella no es un buen referente. Al no ser usuaria de las redes sociales, se libra de esa lluvia fina de anuncios con la que pagamos la interacción con el mundo.

Esta conciencia digital revela los gustos de casi todos los hombres y mujeres de la tierra. Ahora que la alta cocina es pasatiempo de tanta gente, las ondas y la fibra se colapsan con un maremagno de cacharros para lo que los cursis llaman «restauración». Y el ansia tecnológica dispara las ventanillas en las que aparecen «gadgets» cada cual más sideral. Y para aquellos que viven obsesionados con los pies: marcas de cremas para combatir los hongos, plantillas de carbono y topes para los juanetes. Y para quienes sufren complejos físicos, una sugerente persecución de medias cuñas de corcho con las que ganar unos centímetros de altura, la faja corporal que adelgaza desde la coronilla hasta el talón, un surtido de pelucas de colores y una funda —una sola, larga y curva— con la que dar a los dientes la apariencia de que están recién lacados en un blanco roto.

He dicho que mi pepito grillo digital son los anuncios de libros y de materiales artísticos, y puede sonar a engreimiento. Lo admito. Así que no me queda otra que reconocer que también hay otras publicidades que se han pegado a mi vida como una lapa. Me refiero a colchonetas inflables para la playa, en los más atrevidos colores; jerséis de cuello de cisne que, lo puedo jurar, nunca me he puesto y, últimamente, una colección de peonzas de metal, el último grito en las mesas de los directivos de las grandes empresas y en las de los hombres de negocios que así se precien.

El verano pasado me hice a través de internet con una de esas colchonetas. Era de un rosa chillón y se inflaba con un ridículo movimiento en el que debía implicar a todo mi cuerpo: una sucesión de batidas a favor de la brisa con la que sólo conseguía rellenar la mitad de la gigante bolsa. Después de quince días tratando de tomar el sol fagocitado en el interior de aquel artilugio, lo tiré a la basura. Sigo en mis trece de que nunca he vestido un jersey de cuello de cisne. Pero el misterio de los misterios de la publicidad en internet reside en las peonzas relajantes. No soy directivo de una gran empresa. No soy un hombre de negocios que así se precie y, sin embargo, los anuncios se empeñan en convertirme en destinatario de un capricho caro, pero que muy caro, para gente importante. La culpa la tiene el algoritmo.


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