La muerte es una puerta tan misteriosa que nos llena de recelo. Además,
como su dintel suele hablarnos de dolor físico y moral, la muerte nos repugna.
Y como en nuestra naturaleza está la necesidad de vivir para siempre, la muerte
nos descoloca. También al ateo, que se afirma en su negación a lo divino y, por
ende, al más allá. También al agnóstico, que lo traduce todo en una tibia
probabilidad. También al creyente, que no es un insensato que anhele la llegada
de la parca.
De niños jugábamos a contarnos los unos a los otros la muerte que nos
gustaría experimentar y aquella que no nos gustaría. Claro, que por entonces
sabíamos poco acerca del óbito. Una de las más tétricas se escenificaba en el
mar. Todos habíamos probado a aguantar un tiempo debajo del agua de la piscina,
sin resistir jamás al primer ardor en los pulmones. Los más imaginativos
hablábamos también de la «habitación menguante», en la que suelos, paredes y
techo se empiezan a unir hasta compactarse, lo que significa una muerte por
aplastamiento, el final llamado de la «tortilla», que tanta gracia nos hacía.
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Al submarino argentino que desapareció en aguas del Atlántico le envuelve
también el misterio de la muerte. A pesar del anuncio tardío —por parte del
ejército ché— del sonido de una
fuerte explosión, cabe la posibilidad de que en el fallecimiento de su
tripulación se dieran esos dos horrendos finales de nuestro teatrillo infantil:
morir ahogado por falta de oxígeno en una cápsula que la presión oprime hasta
hacerla estallar.
Aunque la explosión sea un final terrible, elimina el horror agónico de los
militares en el interior del viejo supositorio. Llevaban demasiado tiempo sin
ver la luz del sol y se les acababa el oxígeno, encallados en una sima. Que Dios
los guarde.
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