En la agenda de cualquier figura del toreo se suman un puñado de tardes,
cada año, en las que se enfrenta al toro de forma gratuita, en beneficio de
alguna causa social. España, el sur de Francia y los países de América en los
que se dan corridas de toros, cuentan con generosas donaciones para hospitales,
centros de investigación médica, comedores sociales, reconstrucción de zonas
devastadas por fenómenos naturales, así como para ayudar a personas singulares
que, por la razón que sea, sufren una pobreza o enfermedad repentina y la
imposibilidad de volver a trabajar. Como las entradas a los festivales
benéficos son más baratas que las de las corridas mayores, los toreros se ven
en la disyuntiva de quemar un cartucho (que el público elija el espectáculo más
económico), pero siempre gana el deseo de ayudar, quizá porque es tradición en
el gremio desde que la Fiesta es Fiesta. Otras veces, incluso, donan sus
emolumentos y los derechos de televisión (un más que importante pellizco) en
corridas con toros en puntas, muchas de ellas toreadas en solitario, lo que son
seis posibilidades, seis, de caer herido.
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A los animalistas todo esto les trae al pairo, porque en su obcecación
colocan al animal al mismo nivel que al hombre. Según muchos de ellos, no
deberíamos comer pollo ni conejo, quizá por el efecto que les causó el
simpático Tambor de Bambi, con la dulce vocecilla que le puso Chicho Ibáñez
Serrador. Como cuentan con generosísimas y opacas fuentes de financiación,
envían a sus sicarios a las plazas para que calumnien a los toreros y al
público, tildándolos de asesinos. Un tal Peter Hanssen, que reconoce actuar a
sueldo, acaba de herir en Manizales a dos espectadores durante la celebración
de un festival en beneficio del hospital infantil. Un sinsentido más de un
mundo que pone las cosas al revés.
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