Aplaudo cualquier medida que venga a mejorar la convivencia. Y entre todas,
las que pretenden evitar cualquier imposición por parte de quien ejerce la
violencia en todas variantes. Los abusos sexuales, tan numerosos, tan
vejatorios y tan cobardes imposibilitan una convivencia sana y pacífica. Por
tanto, adelante con las campañas y las medidas punitivas para quienes
aprovechan una pretendida autoridad para derramar la casquería de sus frustraciones.
Respecto al habla y los tocamientos, ya no son solo la calle y los medios de
transporte, los parques y las aglomeraciones de entrada y salida de los
espectáculos los escenarios escogidos por los guarros. Como para sus
perversiones necesitan la seguridad de cierto anonimato, la llamada de teléfono
y las redes sociales se han convertido en la tapadera preferida de su cobardía.
Pero una cosa es la suciedad de esas mentes calenturientas y otra el
piropo, esa fórmula latina con la que el varón celebra, con gracia, ocurrencia
y respeto, los dones con los que ha sido bendecida una mujer. Claro que vivimos
una etapa tan extraña, que de todo se pretende hacer delito bajo la excusa de
la homofobia, de la heterofobia y mil y una fobias más, excusas para la
implantación de una dictadura de las ideas blandas.
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De estudiante yo fui muy lisonjero: me gustaba celebrar la belleza
femenina. A veces eran piropos inocentes que brotaban al instante y que al
instante me hacían enrojecer. Otros eran un billete —eso que ahora llamamos
“nota— que se colaba en la cajonera de un pupitre. Otros un dibujo (recuerdo
la imposibilidad de aquellas horas de estudio en la biblioteca de la
universidad, ante la presencia de una chica guapísima) abandonado sobre un
libro abierto. Si tanta candidez hubiese merecido una multa, con gusto me
habría dejado multar, bonito modo de lanzar un nuevo piropo.
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