Según los teólogos, el infierno es un estado en el que el hombre vive
eternamente solo, odiándose y odiando a Dios. Me entra un sudor frío porque
nada hay más doloroso que estar solo, más allá de los odios. Dicen que en Reino
Unido hay nueve millones de personas que se sienten solas. Dicen que en nuestro
país hay más de un millón y medio en el mismo agujero, y creciendo… Y cuando
digo solos, es solos: sin visitas, sin llamadas de teléfono, sin felicitaciones
de cumpleaños ni de Navidad, con la única compañía de una radio o un televisor,
y muchas veces ni siquiera, porque la depresión que azota a los solitarios por
obligación prescinde de los ruidos ambientales.
Quienes no la padecemos, tenemos graves dificultades para entender qué
supone el paso de los días bajo la indiferencia del mundo. La culpa es de las
grandes ciudades, claro, así como la desbandada familiar por el individualismo
feroz en el que cada cual se ocupa sólo de sus intereses y placeres. Y tiene
mucho que ver también la desbandada religiosa, pues una existencia sin fe
rápidamente se convierte en una existencia descorazonada: la solidaridad
jacobina es muy distinta a la caridad, que compromete.
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La frialdad calculadora de la administración británica no puede solucionar
el problema. En la isla, como en toda Europa, faltan hijos, y sin hijos no hay
manos para atender a tantos ancianos que ven llover desde la ventana. Por eso
crecerán los enfermos de soledad. Pero bienvenida sean las leyes que confortan
por unos momentos a quienes sólo pueden charlar con su imagen en el espejo.
¿Acaso no es lógico que este problema se dé en el estado del bienestar? ¿Acaso
no es lógico que sea prácticamente inexistente en los países pobres? Allí los
abuelos siempre están rodeados de chiquillería. ¡Afortunados!
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