En el reparto de «polis y cacos», los niños se pelean con tal de engrosar
el equipo de quienes burlan la Ley. Y a ninguno causa tanta envidia como el que
hace de sus travesuras una leyenda: se empieza por robar caramelos y se acaba
por dar cambiazos en los exámenes de
final de curso, cruz de ingenio para quienes saben vender sus pequeñas estafas.
Después provoca regocijo la listeza del que
se burla del olfateo agresivo de Hacienda, o la de aquel que aún se baja
películas piratas de estreno, a pesar del racimo de canales de pago que cuentan
con videotecas para todos los gustos. Y qué decir del que replica programas
informáticos o se cuela en fiestas, gimnasios y bodas.
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España sigue siendo una novela de Quevedo, con sus listos y listillos que la
gozan al no pagar lo que otros sí pagan. Esta atracción por el mal es condición
universal, salvo en Suiza, tan civilizada, en donde las cajas fuertes de sus
bancos protejan las fortunas empapadas en sangre de los dictadores conocidos y
por conocer. Esta es la razón del éxito de tantas series que pintan la villanía
con tintes épicos. Pero si lo de las series es invento más o menos reciente,
los tintes épicos de los malvados nos acompañan desde el albur de la vida. Por
eso la canonización civil de Pablo Escobar, asesino donde los haya. Por eso la
escondida admiración por Sito Miñanco y su empaque para hacer del delito una
fábrica de dinero. Por eso nuestras divertidas alharacas ante la pandilla de
maleantes que en el hospital de la Línea y a punta de pistola, se llevaron a su
capo recién detenido. La policía burlada es un deleite para quienes, después, reclaman
orden y seguridad.
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