Visito la Catedral-Mequita de Córdoba sobrecogido. Mientras paseo bajo sus
filas de dobles arcos de herradura, adivino las salmodias de aquellos que se
echaban de hinojos sobre los antiguos suelos alfombrados, miles de musulmanes
del siglo VIII, IX y XX, con el corazón y el espíritu dirigido a la Meca, repitiendo
a una las suras que cantaba el imán. Tras la reconquista de aquella vieja
tierra cristiana, San Fernando ordenó, con una fe de gigante, que volviera a
celebrarse una misa, la primera eucaristía en trescientos años, en aquella casa
de oración. No en vano, fue el mismo templo donde, en la Hispania romana y
católica, los sacerdotes de la primera hornada de los discípulos de Cristo (qué
son cinco siglos en aquel mundo que desconocía las prisas) consagraron el pan y
el vino con la misma fórmula que empleó Jesús en su última cena, la misma que
hoy, veintiún siglos después, repiten todas las misas de la tierra, con una fe
pétrea en el milagro de los milagros.
Unas pequeñas ventanas en el pavimento de la Catedral-Mezquita muestran a
los visitantes los restos de la iglesia anterior al fragor de las cimitarras
africanas. Es un pavimento de teselas, según el gusto de Roma, y una
inscripción que dice que allí estuvo la casa del obispo, es decir, el templo en
el que se reunían aquellos primeros cristianos andaluces alrededor de su
pastor.
Todas esas reliquias de la antigüedad: el suelo de la primera iglesia, la
superficie mora, el bosque de arcos musulmanes (con la superposición de
elementos exóticos que encierran ecos de imperios de celosías de yeso y
cristal, de sedas, cueros y babuchas) así como el espacio reservado —en el
centro de la mezquita de los hombres de pieles oscuras, barbas afiladas y
turbante— para el altar mayor, clama por la oración de generaciones y
generaciones, así como por la necesidad que tenemos los hombres de todos los
siglos de rendirnos ante el Misterio, a pesar de la indiferencia de la mayoría
de los turistas que hoy entran en los grandes templos de la cristiandad como
quien visita un museo, ávidos de fotografiarlo todo, con el desconocimiento de
quien piensa que una iglesia es un museo de reliquias, de magias antiguas, de
supersticiones a las que no saben poner nombre, porque para la posmodernidad
Dios y la historia sagrada son difusos, prescindibles, a pesar de que el hombre
moderno necesita respuesta para las mismas preguntas: quién soy, de dónde
procedo, hacia dónde voy, por qué estoy preso del devenir del tiempo, qué hay
detrás de la oscuridad del dolor, por qué precisamos amar y que nos amen, qué
significa morir...
El catolicismo lleva sobre los hombros injustas acusaciones históricas, eso
que hoy se conoce por «leyenda negra», bien ejemplificada en los clérigos de tantas
novelas y películas de época, en las que la intransigencia, la brutalidad, la
falta de sentido común, de finura, de apertura de mente son rasgos que
distinguen hábitos y sotanas. Sin embargo, tenemos los viejos templos para
desmentirlo. San Fernando y sus huestes podrían haber destruido lo que hoy lleva
el marchamo de patrimonio de la humanidad: no en vano fueron los musulmanes los
que derribaron los muros de las iglesias y sus campanarios para levantar las
mezquitas, por lo que se me hubiera antojado comprensible si los ejércitos
cristianos, en vez de conservar los elementos de aquella arquitectura
religiosa, los hubiesen derruido para erigir catedrales, parroquias, conventos
y ermitas de nueva planta que desmigaran cualquier vestigio de la cultura enemiga.
Comprobamos que el resultado es otro: el cristianismo ha sido integrador, de
tal modo que hoy nos permite conocer, disfrutar y admirar el recorrido de la
fe, aunque esta, durante siglos, haya estado en manos infieles.
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