Educar a los hijos no es tarea fácil. Incluso, en ocasiones es incómoda
porque compromete. En mi caso el mayor compromiso tiene que ver con mi
tendencia irrefrenable a la comodidad: un hijo, una colección de hijos —una
camada, que así suena más rotundo— es una presencia perturbadora para el
egoísmo del padre que va cumpliendo años. Si con la llegada del primero de mis
vástagos conseguí desvivirme en los mil detalles que trae aparejada tan dulce
novedad, con la cuarta había adquirido toda clase de querencias para excusarme
de lo inexcusable. Por ejemplo, ante sus llantos nocturnos, que durante meses
fueron como tener una sirena de la policía dentro de su cuna. La querencia ante
la agresión sonora de madrugada, era simular que estaba dormido, como si fuera
posible no despertarse con aquel lloro insoportable. Pero, como decimos en
España, mi truco «no colaba»; mi mujer no se creía mis ronquidos impostados y
me exigía que me pusiera en pie para tratar de calmar a la criatura. A los dos
años, en otra de esas noches interrumpidas por el desconsuelo de mi hija, de
camino a su habitación dando traspiés por el pasillo oscuro, en la rendición de
mi impaciencia no tuve mejor idea que encerrarla en un armario, anécdota que
ahora forma parte del jolgorio de las reuniones familiares. Eso sí, todos saben
que el castigo funcionó.
Cuando las familias son cortas, es decir, cuando el matrimonio tiene pocos
hijos (a veces uno, nada más), los llantos infantiles no tardan en olvidarse, de
igual modo que los consejos acerca de la educación, porque suele ser el niño
quien impone las reglas. No siempre pasa, por supuesto, ya que abundan las
personas sin hermanos que disfrutan o han disfrutado de unos padres que
marcaron un rumbo claro, cariñoso y exigente para su único vástago, que hoy es
un hombre o una mujer a quien es fácil identificar por la suma de sus virtudes
humanas. Sin embargo, en las sociedades acomodadas suelen ser personas
levantiscas, inconstantes, caprichosas y casi tan egoístas como yo, aunque en
mi defensa diré que fuimos cinco hermanos que tuvieron unos padres que nos
permitieron pocos caprichos.
Hay momentos del día a los que llegamos cansados y deseosos de paz y
entretenimiento. Es la ocasión para disfrutar de una película o una serie en el
televisor, o para sentarnos a leer un libro envueltos en el silencio, o para
escuchar música. Pero es entonces, casi siempre, cuando aparece uno de nuestros
hijos —si no dos, tres… o todos juntos— demandándonos tiempo y atención. Lo
bucólico que pudiera tener la familia se rompe en ese instante para dar paso a
lo sacrificado. Mas es en esa atención cuando la paternidad cobra todo su valor:
uno existe para servir, y el primer servicio es el que prestamos a las personas
que más queremos, a las que tenemos más cercanas, a aquellas sobre las que
ejercemos una responsabilidad. ¿Acaso hay un negocio mejor que forjarlos como
hombres y mujeres de bien?
Quienes saben de la materia, están convencidos de que cada gesto de amor de
un padre a un hijo tiene como recompensa la repetición, una vez ellos sean
padres, aunque en el presente nos embargue la sensación de que no se enteran de
nada, especialmente cuando transcurre la adolescencia. De igual modo, cada
gesto desabrido, cada mala respuesta, cada desdén también se graba en su
memoria, con la grave posibilidad de que en un futuro lo repliquen en nuestros
nietos. Y quienes han cumplido con el dignísimo papel de ser buenos padres,
aseguran que cada esfuerzo que pongamos por superar la comprensible tendencia a
la comodidad, acaba por dar bellísimos frutos. El primero de ellos: la
felicidad de los nuestros, razón innegociable por la que merece la pena vivir.
0 comentarios:
Publicar un comentario