Un telediario es un resumen interesado de las últimas horas de España, con
algunos pellizcos a lo que sucede en el resto del orbe. Ese interés lo ponen
los editores, en fiel obediencia a su consejo de administración. De todos
modos, basta un rápido barrido por los canales del televisor para ver que todos
ofrecen, más o menos, lo mismo. Las ideologías clásicas apagaron los plomos y
se prendió el espectáculo cansino de una España monocromática, monocorde y
abusivamente sangrienta.
El cromatismo del telediario es oscuro (del gris marengo del asunto catalán, al gris plomo del gobierno y del principal partido de la oposición; del amargo violeta podemita, al azabache de la crónica judicial; de los siena tostados de los datos macroeconómicos, al tierra oscuro de las ristras de sucesos. Y el rojo, mucho rojo arterial). Su sonoridad tampoco abandona una parecida uniformidad sombría. O bien nuestro país es un túnel insalubre como la Sevilla inventada y deleznable de “La peste” de movistar; o el telediario no tiene cámaras, reporteros ni ganas de contar las cosas de otra manera y con otra perspectiva.
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Lo he cavilado durante los días que han seguido al cincuenta cumpleaños del
Rey y a la imposición del Toisón de Oro a la Princesa de Asturias, pues los telediarios
se vieron obligados no sólo a dar la noticia, sino a colocarla en el primer
lugar de su escaleta. Y como ambos acontecimientos vinieron de la mano, los
treinta minutos de noticias tuvieron, de pronto, otro color y otro tono. Los
sinvergüenzas, traidores, corruptos, violadores, asesinos, maltratadores,
quejicas y aprovechados, únicos protagonistas del desalentador serial, se
vieron eclipsados por las miradas cómplices entre el monarca y su hija, por un
discurso de un rey a su heredera cuajado de estímulos positivos, y por unos preciosos
ojos infantiles en los que brillaban tradición, novedad y esperanza.
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