Escribo apresurado, a pocas horas de despegar rumbo a Kenia. Por tercer año
consecutivo voy a disfrutar del privilegio de ofrecer uno de mis pequeños dones
a los habitantes de país tan lejano y distinto. Con más buena voluntad que
acierto, decoraré con mis pinturas los ábsides desnudos de tres iglesias pobres
y las paredes de un hogar que acoge a varias decenas de niños de la calle, esos
menores que no saben nada de los cacareados derechos del niño sino todo lo
contrario. Uno de ellos, con el que tuve ocasión de jugar el pasado año, acaba
de abandonar la cárcel después de un par de meses de condena. Tiene catorce
años, extraña edad para compartir techo y pan con asesinos, ladrones y demás
ralea de un rincón del mundo donde la vida tiene el valor del hambre. ¿Su
delito? Vender nueces en la puerta de un mercado. La policía le preguntó por su
familia y él les dio el número del móvil de su madre. Claro que su madre,
soltera y abandonada, tenía el teléfono apagado, sin saldo o perdido. Así que
el jovenzuelo fue directo a comisaría, donde empezaron los golpes. Esa misma
noche durmió hacinado en una celda de una prisión cercana al centro de Nairobi,
en donde las cosas que ha experimentado han sido todo menos bonitas.
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No nos hacemos cargo de qué conlleva una infancia
robada, a pesar de que en España también hay niños a los que les arrancan la
inocencia a tirones. Pero esos sucesos los tenemos lejos de nuestro entorno;
forman parte de la zona tenebrosa de los telediarios. Por eso, entregarles la
poquedad de una línea, de una figura, de un color que pueda reconciliarles,
siquiera un instante, con la dignidad. Han nacido —como usted, como yo— para
esponjarse el alma con la belleza.
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