4 mar 2018

Quienes me conocen bien saben mi aversión por el deporte. Alcanzar metas sin que exista una razón intelectual o artística más allá de apretar los dientes, sumar puntuaciones a base de sudor y espíritu batallador por un fin poco sustancial, así como enfrentarme con uno o más semejantes con una pelota de por medio, nunca me ha cautivado. Por si fuera poco, con el deporte me brota un sibaritismo que no he desarrollado en ninguna otra faceta de la vida: tuerzo el gesto ante la obligación de disfrazarme con las trazas que gastan los atletas, tan lejos de la elegancia de aquellos primeros jugadores de tenis y hockey sobre hierba e, incluso, de fútbol, con los que hubiese compartido cierto gusto por esa estética en el vestir que los ingleses llaman sport (visera de tweed, calzón largo, calzado de cuero y peinado con raya al lado), elegancia opuesta al aspecto carcelario de muchos jugadores de cualquier liga actual, opuesta a los mil y un corredores que van por las arterias y las venas de pueblos y ciudades, embutidos en mallas y licras, calzados con horripilantes zapatillas de suela de goma y colores fluorescentes, también ciclistas obsesionados en seguir y seguir, kilómetro a kilómetro, hasta que se acabe el mundo.

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Seguro que con el párrafo anterior me he ganado un buen puñado de enemigos. Lo acepto del mismo modo que acepto mi estupefacción ante el amor desbocado por la forma física y la salud al que la sociedad anda entregada. Sobre la forma física habría mucho que calibrar, pues no pocas veces un cuerpo musculoso llega a perder el equilibrio, aquella proporción clásica que estudiamos en el bachillerato. ¿No se dan cuenta los deportistas de que nuestro mundo se ha repoblado de hombres con forma de cruasán, de mujeres con facha de trapecista? Músculo por aquí, músculo por allá, al Increíble Hulk —con lo feo que es— se le multiplican los primos.

Y acerca de la salud, otro tanto. Tras cruzar el umbral de los cuarenta se pueden hacer dos grupos: el de los no deportistas, que no estamos sujetos a lesiones de articulaciones, tendones, músculos y demás; el de los deportistas, que arrastran toda clase de dolores en rodillas, espalda, hombros, brazos, piernas y cadera. No debemos hacer de la salud una panacea, un objetivo, una razón de vida… sino una compañera de viaje a la que debemos estar dispuestos a despedir con cordialidad el día que nos diga adiós muy buenas.

Lo malo es que, como escritor, me debo a la verdad. Y la verdad —¡ay, cómo lastima mi orgullo— es que he tenido que encerrar todas mis teorías de bon vivant en el cajón. Después de Reyes me subí a la báscula de casa y la aguja llegó a cotas nunca alcanzadas. Es cierto que durante unas semanas me agarré a que «este peso doméstico no está bien calibrado». «Pues vete a la farmacia», me sugirió mi mujer. «Allí el resultado será objetivo». Al ser objetivo, pensé que iba a dejarme todavía en mayor evidencia ante mi ceguera, pues en la farmacia no podría recurrir a que la culpa la tenían los zapatos, que son muy pesados, o el pantalón vaquero que, ya sabes, acumula unos cuantos kilos en cada pernera. ¿Cómo negar la evidencia del daño que me habían causado turrones, pavos trufados y mantecados? Esos dulces eran los culpables, junto a mi débil voluntad, de esta maltrecha anatomía.

Así que bajo la cabeza, abochornado, en cada una de las tres ocasiones a la semana que mis hijos me recuerdan que debo cambiar mis ropajes de artista por el disfraz del sudoroso usuario de gimnasio. Bajo la cabeza cada vez que paso la puerta de esa moderna sala de tortura que apesta a calcetín mojado. Bajo la cabeza cuando tomo tres o cuatro boqueadas de aire, antes de dar comienzo a mi lamentable actuación con cada uno de los aparatos dispuestos para provocarme todas las agujetas que a las que siempre me resistí. Bajo la cabeza, incapaz de mirarme a ese espejo en el que se contemplan mis vecinos mientras corren, saltan, suben, bajan, reman, se flexionan, se estiran…

Me humilla renunciar a tantos años de reventador ante los que venían a cantarme las maravillas de una vida atlética. Y lo peor no es solo que aún no he encontrado las endorfinas de la felicidad, sino que desconocía el sufrimiento por el que hay que pasar para perder, siquiera, cincuenta miserables gramos.









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