Somos culpables, al permitir todas y cada una de las formas de espionaje
con las que controlan nuestros pasos para, de inmediato, venderlos al mejor
postor. ¿Y acaso nos importa?... ¡Ni una higa!
Nuestros dispositivos móviles vienen acompañados de un geolocalizador tan eficaz como para que los servicios de internet
sepan, constantemente, por dónde nos encontramos. Y nos satisface; no en vano,
inmediatamente comienzan las ofertas de comercios de los alrededores. Aceptamos cookies,
que son galletas salpimentadas con el veneno de la codicia: la red es una
tienda infinita en la que no existe el dinero contante y sonante sino una
casilla por la que se desliza el símbolo de la mano señaladora, siempre dispuesta
a comprar a roce de tarjeta, que ni se nota hasta el día que llegan los
asientos del banco... mejor, ya ni siquiera llegan, con internet sobran Correos
y mensajerías.
Facebook lo sabe todo de ti y de mí. También Instagram, Twitter y la madre
que parió estos inventos en los que exhibimos cada minuto de nuestra vida como
en una pasarela de bobos: mis niños en la playa; con mi mujer, comiéndonos una
paella; conmigo mismo —sonrisa bobalicona— de camino al análisis; buenos días,
mundo, acabo de despertarme; escribe un comentario que diga: «guapoooo…»;
aquí, mi gato Bigotes; aquí, mi chihuahua Rocky; aquí, en el velatorio de la
abuela… Todos en un topless de
intimidades, retratando cada respiración a miles de ojos para los que nos hemos
convertido en un pasatiempo, también nuestros niños. Y la paella y el gato y el
perro y la abuela finada.
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