Llegó el pasado verano, dentro de una caja con orificios para que pudiera
respirar, dejarse ver y sacar las patitas. Es un peluche azul al que le late el
corazón y al que le encanta comer. No en vano, han pasado nueve meses y su
candidez de cachorro ha pasado a convertirse en la placidez de un almohadón
gris que ronca al calor del sol mañanero. Mis hijas decidieron llamarle
Gus-Gus, que suena cursi, lo sé, pero le va como anillo al dedo. Como los gatos
no atienden al lenguaje, apenas se inmuta cuando recorres la casa pronunciando
su nombre. Sin embargo, va y viene para ofrecer zalamerías a demanda, con ese
sonido cautivador al que el diccionario dio la voz de «ronroneo».
El felino doméstico no tiene tan buena prensa como el perro. Sin embargo,
garantizo que es el compañero ideal para la vida urbana: no hay que sacarlo de
paseo, es aseado y escoge el momento de prestarle atención. Además, Gus-Gus es
persa de raza, así que tiene como principal característica un rostro aplastado
que a mí me provoca la risa. En este sentido, se parece a la vieja Pipa, un
grifón de Bruselas que tampoco tiene hocico y que hace honor a aquel ejemplar por
el que conocimos su raza, al que Jack Nicholson, en el papel de misántropo,
alzaba del suelo ayudado por unos guantes; inolvidable “Mejor… imposible”.
Junto a Pipa hubo una colección de agapornis, los inseparables, un tipo de
loro de pequeña envergadura y alegre colorido, que emite unos graznidos de elevado
volumen. Y también periquitos. Y también tortugas de tierra. Y también un
conejo al que mis hijos bautizaron con nombre y apellidos: Philip Book.
¿Por qué cuento todo esto? Porque necesito cubrirme las espaldas, requisito
perentorio en estos tiempos acres, en los que respecto a ciertos temas parece
que solo cabe una opinión. El “mascotismo” es uno de los más virulentos. Hemos
dejado que la sociedad se contagie de un peligroso virus por el que un animal
de compañía es sujeto de mayores y mejores atenciones que una persona, como si
la dignidad estuviese en los ladridos, los maullidos, los cantares de las aves
enjauladas o las monerías de un lepórido, y no en la racionalidad del ser
humano.
Lo he comprobado en mis carnes: cometí la osadía de publicar un post en mi muro de Facebook acerca del
neofeminismo (otro mantra intocable), en el que denunciaba el componente
destructivo, ofensivo, malhumorado e injusto de la ideología, una guerra de
sexos que no tiene ni pies ni cabeza, pues generaliza en los varones
comportamientos violentos, misóginos y excluyentes, como si hubiésemos nacido para
la cárcel. Las reacciones no se hicieron esperar: estaban las de aquellas
mujeres que decían verse identificadas con mis palabras (¡muy bien!), las de aquellas
que decían no verse identificadas con mis palabras (¡también muy bien!) y las
de unas cuantas que me deseaban toda suerte de desgracias, como que mis hijas
sufrieran a cuenta de un maltratador o que alguien me empujara por un puente, mientras
gritaban un largo y sostenido “oleeee…” al verme caer al vacío. Violencia y
asesinato, en resumen.
Movido por la curiosidad, pinché el perfil de las odiadoras, y cuál no fue mi sorpresa al comprobar que casi todas
muestran una amplia colección de retratos fotográficos de sus mascotas (lo
siento, Gus-Gus, casi todas son gatos), decorados con emoticonos cargados de amor, destellos, banderitas, tartas, globos,
velitas y parrafadas que, en algunos casos, acababan con un «desde que
llegaste a mi vida, soy mejor persona», lo que me hace pensar en el poco
conocimiento que tales sujetas tienen de sí mismas.
Un gato es un gato. Un perro es un perro. Pueden ser hermosos animales de
compañía, mascotas que nos ayuden a completar nuestra felicidad, pero no deberían
ir más allá, porque entonces la mente se nos distorsiona hasta el punto de ver
en ellos capacidades incompatibles con su naturaleza. No, un perro no puede ser
mejor que algunas personas, aunque algunas personas tengan comportamientos tan
mendaces que no podríamos achacarlos a un perro, en el que no caben categorías
humanas positivas ni negativas.
Deshumanizar al hombre y humanizar a las mascotas forma parte de una misma
locura, del mismo error de percepción, un desatino ético, una nueva puntada en
la confección de un mundo sin verdad, en el que la idiocia se traga a paladas,
a veces mezcladas con el odio.
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