11 jun 2018

Deberían entregarnos un premio a los columnistas que somos capaces de vencer la tentación de entregar nuestro espacio al comentario político. Yo estaría encantado de recogerlo, porque buscar un asunto alejado de gobiernos, ministros, mociones, elecciones y demás zarandajas, roza el heroísmo. Entre otras razones porque muchos lectores, si no adivinan en el texto cierto rifirrafe entre los que se han ido y los que han llegado, así como entre los que anhelan —como las hienas cuando el león ha tumbado a su presa— llevarse un buen bocado de la confusa situación, saltan directamente a la competencia, es decir, al resto de articulistas que publican en estas mismas páginas.

Pues bien, aprovechando la hartura (y lo apasionante, para qué negarlo) de tanta política, salgo en busca de ese lince ibérico que se ha echado sobre los lomos los cientos de kilómetros que separan el sur de Portugal de los aledaños de Tabarnia. Tiene bemoles el animal, representativo de España, por irse a veranear allí donde un gobierno local se ha saltado la Ley de leyes en su capricho independentista. Y aunque se cuele la política de la que acabo de renegar, tendría su gracia que Torra tildara al felino, una vez lo devuelvan al sur, de preso político por haberse alimentado de conejos con ADN catalán, transmisores de la identidad estelada.


Un animal salvaje, huidizo, previsor, territorial y solitario, amenazado y bello como este lince, merece una lluvia de cuentos orales, poemas, novelas, docudramas y hasta monumentos por su gesta. La leyenda que habla de una España cuajada de árboles por los que una ardilla podía llegar de Tarifa al Machichaco sin necesidad de tocar el suelo (superhéroe el roedor, ¿no es cierto?), es hoy un complejo trazado de carreteras y núcleos urbanos. Un reto para nuestro gato ibérico, que no ha puesto muros a su libertad.

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