18 jun 2018

Al fútbol hace años que nadie lo llama balompié. Menuda grandeza la de nuestros mayores, que se resistían a ensuciar el lenguaje con sustantivos que permitían una adaptación cañí, en aquellos años de calzón grande y piernas fibrosas, nada que ver con las cachas que las estrellas de hoy, adaptadas como máquinas deformes a las exigencias de un negocio cuya dimensión —a la fuerza ahorcan— está viciada por chanchullos y repartos. Es la principal industria mundial del ocio y sus actores bucean en océanos escandalosos de dinero. Por eso tiene a la fuerza que estar atravesado por intereses oscuros, sobres y amenazas, aunque va por delante mi fe en que en la caterva de sus protagonistas hay mucha gente honrada.

Como al cesado y brevísimo ministro de Cultura, el deporte rey no me despierta interés (tiene sabor a tarde de domingo invernal, gris y adormecida), tampoco cuando juega la Selección, pido disculpas. No encuentro conexión alguna con lo que ocurre en el campo de juego; mucho menos con los dimes y diretes de vestuario. Eso sí, me sobrecoge la violencia que lo acompaña por parte de muchas hinchadas, un odio primario, ajeno a toda inteligencia, impropio en un aficionado al deporte de competición, que exige respeto entre los contrincantes y sus palmeros una vez superada la pasión por el resultado. Alguien me tendría que explicar por qué esa sana pugna no solo se convierte en insulto y gresca de arrabal, sino en propósito de cortarle el cuello al aficionado del equipo rival y a su santa madre, al tiempo que se organizan guerrillas que arrasan la ciudad del anfitrión.


Nos espera un mes de desasosiego, pues la suma de fútbol y Rusia trae el sonido del alto riesgo. También un mes de entretenimiento, no lo dudo, y de disfrute. ¡Que siga el espectáculo y gane el mejor!





0 comentarios:

Publicar un comentario

Subscribe to RSS Feed