Al fútbol hace años que nadie lo llama balompié. Menuda grandeza la de
nuestros mayores, que se resistían a ensuciar el lenguaje con sustantivos que permitían
una adaptación cañí, en aquellos años de calzón grande y piernas fibrosas, nada
que ver con las cachas que las estrellas de hoy, adaptadas como máquinas deformes
a las exigencias de un negocio cuya dimensión —a la fuerza ahorcan— está
viciada por chanchullos y repartos. Es la principal industria mundial del ocio
y sus actores bucean en océanos escandalosos de dinero. Por eso tiene a la
fuerza que estar atravesado por intereses oscuros, sobres y amenazas, aunque va
por delante mi fe en que en la caterva de sus protagonistas hay mucha gente
honrada.
Como al cesado y brevísimo ministro de Cultura, el deporte rey no me
despierta interés (tiene sabor a tarde de domingo invernal, gris y adormecida),
tampoco cuando juega la Selección, pido disculpas. No encuentro conexión alguna
con lo que ocurre en el campo de juego; mucho menos con los dimes y diretes de
vestuario. Eso sí, me sobrecoge la violencia que lo acompaña por parte de
muchas hinchadas, un odio primario, ajeno a toda inteligencia, impropio en un
aficionado al deporte de competición, que exige respeto entre los contrincantes
y sus palmeros una vez superada la pasión por el resultado. Alguien me tendría
que explicar por qué esa sana pugna no solo se convierte en insulto y gresca de
arrabal, sino en propósito de cortarle el cuello al aficionado del equipo rival
y a su santa madre, al tiempo que se organizan guerrillas que arrasan la ciudad
del anfitrión.
Nos espera un mes de desasosiego, pues la suma de fútbol y Rusia trae el
sonido del alto riesgo. También un mes de entretenimiento, no lo dudo, y de
disfrute. ¡Que siga el espectáculo y gane el mejor!
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