Escribo a finales del mes de
mayo. Mayo de 2018, cincuenta años después de aquella “revolución” de corte
romántico en la que en el barrio Latino de París hubo una sucesión de tormentas
de adoquines lanzadas por los jóvenes universitarios y por los obreros —extraña
unión— contra un sistema más que contra un gobierno. Yo nací dos años después
de aquella “revolución” avivada por pensadores neomarxistas y hedonistas que no
se atrevieron a mostrar a sus discípulos lo que ocurría detrás del Telón de
Acero ni las consecuencias del desorden sexual. Ellos sabían que en la grisura
de los países sometidos por la bota soviética, se penaban con cárceles invisibles
y paredones de niebla las lluvias de adoquines, la canción protesta y cualquier
otra manifestación contra el pensamiento único y helador del ojo que todo lo
veía desde Mordor. Digo, desde Moscú.
No soy historiador ni sociólogo.
Aún así contemplo aquella “revolución” parisina con cierto desapego, pues sus
protagonistas fueron los mismos que hoy, desde la comodidad de una vida
resuelta y nada revolucionaria, han construido los pilares de la decadencia
europea. No fue, por tanto, la cacareada “revolución del amor” sino la pataleta
de los eslóganes, un sarampión que se convirtió en leyenda y después en mentira.
Contribuyeron, quién lo duda, al diseño de un mundo nuevo: liberaron al hombre
y la mujer de toda responsabilidad a cambio de hacer en todo momento lo que les
diera la gana. Por otra parte, el coqueteo con el marxismo fue tan
irresponsable que condujo al descrédito de la universidad pública, un ágora devastada
por la política, empeñada en confundir a los alumnos al mezclar ciencia e ideología
radical. Los docentes pusieron por delante el activismo a la transmisión de
conocimientos, desvirtuando la verdad.
Al revisar el Mayo del 68 desde
la distancia de diez lustros, no puedo pasar por alto la proclama sexual que
cambió por completo las relaciones afectivas entre los jóvenes, hasta
convertirlas en meros intercambios placenteros. A pesar de todas las
referencias que sus protagonistas hicieron al amor, la reescritura de la
sexualidad trastocó el más noble ideal del ser humano: para descubrirlo, para
disfrutarlo, ya no se hizo necesaria la complicidad de dos almas gemelas, ni el
compromiso de fidelidad, ni un proyecto en común ni, mucho menos, la formación
de una familia. La química había logrado la imposibilidad de concebir en el
seno de la mujer una nueva vida. En ese ejercicio del sexo “libre”, el hijo pasó
de ser invitado ausente al enemigo a evitar. Por eso, cuando tal invitado
aparece de forma imprevista, se recurre al aborto, pagado por una sociedad que
asume la irresponsabilidad de sus jóvenes, que trae los ecos de aquella Sodoma, de aquella
Gomorra bíblica en las que sus habitantes no conocían límites en la perversión.
A fin de cuentas, en la Historia no caben las mojigaterías: todo, absolutamente
todo, lleva milenios inventado.
El individualismo feroz de esta
segunda década del siglo XXI, la soledad de tantas personas sin vínculos de
familia, la impasibilidad ante el dolor ajeno, el recurso masivo al divorcio, la
infantilización de los adultos, el diseño de un mundo antinatalista, el
desierto demográfico, la universalización de la pornografía, la humanización de
las mascotas, el aislamiento causado por las redes sociales, el feminismo
agresivo, la aceptación de leyes anti-natura, la dictadura de las teorías de
género… son consecuencia de aquella “revolución” de las clases pudientes, como
si el sueño del burgués bien alimentado no fuese otro que un buen vivir que le
empuja al precipicio de la nada.
Pero no todo fue negativo. Mayo
del 68 también nos enseñó a ejercer todos los resortes de nuestra libertad
frente a las imposiciones de los estados. Igual que aquellos jóvenes no se
sentían representados por el gobierno de De Gaulle, hoy somos multitud los que
nos rebelamos ante la dictadura del pensamiento blando, eje del nuevo orden
mundial. Defender la vida, amparar a la familia, trabajar por los
desfavorecidos, ejercer la libertad religiosa, apostar por la libre educación
de los hijos, renovar las eternas premisas del matrimonio… son principios que
nos ayudan a caminar contracorriente hacia la más bella de las revoluciones.
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