1 jun 2018

Hay quien tiene ocurrencias maravillosas. Curioseando el perfil de Facebook de una de las seguidoras de mi página en esa red social, me encontré con una divertidísima publicación en la que hace saber que no soporta sentirse “oreja”. Me llamó tanto la atención el uso del término, el apelativo tan sugerente, que no pude dejar de leer lo que venía a continuación: «Das a una cena, te sientas en una mesa redonda con unas ocho o diez personas y empiezas animadamente a charlar con todos los comensales cuando… ¡ay!, por tu flanco izquierdo alguien está planificando un ataque y todavía no te has dado cuenta: Amigo, a tu vera se ha sentado un plasta».

Todos hemos sufrido situaciones parecidas a las que esta mujer narra con tanto gracejo. Un pelmazo es capaz de arruinarte la celebración de cualquier acto social si tienes la mala suerte de que se te pegue como una lapa, como una sanguijuela que no se detiene en su ansia de contártelo todo, de aspirar por su boca venenosa hasta la última viruta de tu paciencia.

Lo peor de lo peor es cuando no encuentras escapatoria, como narra nuestra amiga: en un sarao que promete diversión a raudales, tienes la mala pata de compartir mesa y mantel junto a un invitado al que no conoces o que, aun conociéndole, no te despierta empatía, pues sabes de su cansina y torturante verborrea. Una vez cruzas los saludos de rigor, contemplas con envidia a tu mujer, a la que le han ofrecido un sitio donde tiene asegurada una conversación amena, divertida, interesante pero a distancia suficiente como para que el plasta no te deje escucharla, como si las flores que decoran el centro de la mesa fuesen una pantalla de cristal blindado. Ya sabes lo que te aguarda: asentir con la boca sellada mientras el comensal o los comensales (a veces eres “doble oreja”; es decir, te toca un pelmazo distinto a cada lado) se explayan en un infinito monólogo, por lo general intrascendente y, por ende, aburrido.

Habla que te habla, sin dejarte intervenir e impidiendo enriquecer su soliloquio con lo que se debate al otro lado del tablero, llegas al postre, al café, a la copa y al puro con un hormigueo creciente en las piernas, abotargado, deseando que alguien ponga punto y final al festejo o anhelando un resquicio por el que huir, aunque la única salida sea pedirle un baile a una señora desconocida, fea y mayor (tu mujer, por supuesto, sigue lanzando carcajadas ante las felices ocurrencias de su entorno), a pesar del riesgo más que evidente de que, con tu conocida torpeza, puedes soltarle un pisotón.

Mi seguidora de Facebook se atreve a definir al pelmazo: «aquel o aquella que te larga una chapa interminable, sin ofrecerte un respiro, con la capacidad de alterarte aunque te hayas tomado previamente un Lexatín». Y continúa: «El pesado tiene poca, pero que muy poca gracia. Vamos, que no hay forma de lanzar una sonrisa ni aunque intentes forzarla. Te acorrala y se aprovecha al verte indefensa, atada a una silla, feliz al saber que le quedan unas cuantas horas para secarte las meninges».

El pelma te impide atender las historias de los demás, anécdotas de las que te llega algún eco acompañado de felices risotadas. «Y tú, pobrecito, como un perro que espera recibir un premio»: que otro comensal tenga la misericordia de interrumpir al cargante para hacerte alguna pregunta a la que te puedas agarrar como aquel a quien se lleva la corriente y toma la mano de su salvador. «Pero el plasta entonces utiliza otros recursos»: te da unos golpecitos con la mano, te mira directamente a los ojos, como si pretendiera hipnotizarte, eleva todavía más el tono de voz o lanza una carcajada estentórea que tapa el fuego amigo.

Mi madre, que era sabia, decía que hay dos tipos de personas: las que no precisan respirar mientras hablan, que emplean un terrorífico y constante «y va y me dice», «y voy y le digo», y aquellas que tienen la santificadora paciencia de soportarlas. Es un equilibrio muy complicado, pues trae el riesgo de despertar al misántropo que llevamos dentro. Algunos, inteligentes, se esconden en cuanto atisban entre los invitados al pelmazo, que se pone de puntillas y estira el cuello para escoger a un inocente al que convertir en “oreja” para el resto de la reunión.






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