Hay quien tiene ocurrencias maravillosas.
Curioseando el perfil de Facebook de una de las seguidoras de mi página en esa
red social, me encontré con una divertidísima publicación en la que hace saber
que no soporta sentirse “oreja”. Me llamó tanto la atención el uso del término,
el apelativo tan sugerente, que no pude dejar de leer lo que venía a
continuación: «Das a una cena, te sientas en
una mesa redonda con unas ocho o diez personas y empiezas animadamente a charlar
con todos los comensales cuando… ¡ay!, por tu flanco izquierdo alguien está
planificando un ataque y todavía no te has dado cuenta: Amigo, a tu vera se ha
sentado un plasta».
Todos hemos sufrido
situaciones parecidas a las que esta mujer narra con tanto gracejo. Un pelmazo
es capaz de arruinarte la celebración de cualquier acto social si tienes la
mala suerte de que se te pegue como una lapa, como una sanguijuela que no se
detiene en su ansia de contártelo todo, de aspirar por su boca venenosa hasta
la última viruta de tu paciencia.
Lo peor de lo peor es
cuando no encuentras escapatoria, como narra nuestra amiga: en un sarao que
promete diversión a raudales, tienes la mala pata de compartir mesa y mantel junto
a un invitado al que no conoces o que, aun conociéndole, no te despierta
empatía, pues sabes de su cansina y torturante verborrea. Una vez cruzas los
saludos de rigor, contemplas con envidia a tu mujer, a la que le han ofrecido
un sitio donde tiene asegurada una conversación amena, divertida, interesante
pero a distancia suficiente como para que el plasta no te deje escucharla, como si las flores que decoran el
centro de la mesa fuesen una pantalla de cristal blindado. Ya sabes lo que te aguarda:
asentir con la boca sellada mientras el comensal o los comensales (a veces eres
“doble oreja”; es decir, te toca un pelmazo distinto a cada lado) se explayan
en un infinito monólogo, por lo general intrascendente y, por ende, aburrido.
Habla que te habla, sin
dejarte intervenir e impidiendo enriquecer su soliloquio con lo que se debate
al otro lado del tablero, llegas al postre, al café, a la copa y al puro con un
hormigueo creciente en las piernas, abotargado, deseando que alguien ponga
punto y final al festejo o anhelando un resquicio por el que huir, aunque la
única salida sea pedirle un baile a una señora desconocida, fea y mayor (tu
mujer, por supuesto, sigue lanzando carcajadas ante las felices ocurrencias de
su entorno), a pesar del riesgo más que evidente de que, con tu conocida
torpeza, puedes soltarle un pisotón.
Mi seguidora de Facebook
se atreve a definir al pelmazo: «aquel o aquella que te larga una chapa interminable, sin ofrecerte un
respiro, con la capacidad de alterarte aunque te hayas tomado previamente un
Lexatín». Y continúa: «El pesado tiene
poca, pero que muy poca gracia. Vamos, que no hay forma de lanzar una sonrisa ni
aunque intentes forzarla. Te acorrala y se aprovecha al verte indefensa, atada
a una silla, feliz al saber que le quedan unas cuantas horas para secarte las
meninges».
El
pelma te impide atender las historias de los demás, anécdotas de las que te
llega algún eco acompañado de felices risotadas. «Y tú, pobrecito, como
un perro que espera recibir un premio»: que otro comensal tenga la
misericordia de interrumpir al cargante para hacerte alguna pregunta a la que
te puedas agarrar como aquel a quien se lleva la corriente y toma la mano de su
salvador. «Pero el plasta
entonces utiliza otros recursos»: te da unos golpecitos
con la mano, te mira directamente a los ojos, como si pretendiera hipnotizarte,
eleva todavía más el tono de voz o lanza una carcajada estentórea que tapa el
fuego amigo.
Mi madre, que era sabia,
decía que hay dos tipos de personas: las que no precisan respirar mientras
hablan, que emplean un terrorífico y constante «y va y me dice»,
«y voy y le digo», y aquellas que tienen la santificadora
paciencia de soportarlas. Es un equilibrio muy complicado, pues trae el riesgo
de despertar al misántropo que llevamos dentro. Algunos, inteligentes, se
esconden en cuanto atisban entre los invitados al pelmazo, que se pone de puntillas
y estira el cuello para escoger a un inocente al que convertir en “oreja” para
el resto de la reunión.
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