Suena grandilocuente, como de seminario de política internacional que
culmina con la conferencia de algún ex presidente; como bolita del bombo en la
oposición para el cuerpo diplomático. Más allá de su carácter académico, lo que
el término quiere decir es terrible: nos habla de la peor de las desgracias a
las que puede verse sometido un pueblo. Y un pueblo, no lo olvidemos, lo forman
los individuos y sus familias, no las cifras con las que se compone un titular pasajero:
Cinco muertos en los enfrentamientos
contra las fuerzas gubernamentales; Treinta y dos fallecidos en un tiroteo del
ejército contra opositores al régimen, etc.
Avanza el siglo XXI, este que los que nacimos en la segunda mitad del XX
imaginábamos repleto de platillos voladores y teletransportación, y el mundo
sigue colmado de Estados fallidos. Y no sólo en África, con países que parecen
provincias del infierno, sino en Iberoamérica, bendito continente que primero
descubrimos y después ordenamos, civilizamos, cuajamos de hospitales,
universidades y tecnología (la de aquel tiempo) que ayudó a que la limitada sabiduría
indígena tomase velocidad de crucero.
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Iberoamérica al completo es un conjunto de Estados fallidos a pesar de lo
granado de sus recursos humanos y naturales. No hay en su mapa un solo país en
el que la miseria sea una anécdota, un remanente, un decimal. De igual manera,
no hay uno solo en el que la corrupción —corrupción asesina, digo, por sus
consecuencias— no esté filtrada por todos sus poros. Los regímenes oficiales
(léase Cuba), los regímenes encubiertos (léanse Venezuela y Nicaragua), las
taifas asesinas (podrían leerse México y Honduras, pero nos quedaríamos
cortos), las gigantescas barriadas donde se apelotonan millones y millones de
personas sin recursos no solo son un fallo de organización sino una vileza que,
de una u otra manera, nos compete a todos.
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