Recuerdo una canción de Mecano
—formaba parte de el mejor de sus discos (“Entre el cielo y el suelo”)—, con un
curioso título: “50 palabras, 60 palabras o 100”. Aquella propuesta me
resultaba sugerente, pues no se trataba del rótulo propio de los temas de música
ligera, en los que cabe toda la conjugación del verbo amar. Otra cosa es que
los hermanos Cano tuviesen intención distinta a rellenar un estribillo con las
sílabas justas para su correcta modulación. Porque la canción habla de la
despedida de dos amantes: ella o él se larga; él o ella se queda desolado ante
el comienzo de la separación, que implica repartirse los muebles y enseres de
la casa común. Un drama de nuestro tiempo, tan extendido que forma parte del
paisaje y en el que dichas palabras no encuentran acomodo. ¿O sí?...
Nunca he sabido el contenido de
aquellas palabras que iban sumando más palabras. En todo caso, Mecano se quedó
en cien palabras nada más. ¿Estaba allí la justificación de la canción? Porque
es imposible sostener una relación con tan pocos vocablos. Y si, encima, el que
se marcha se lleva la mitad de los términos (cincuenta palabras), el vacío
cobra la reverberación del más triste de los ecos.
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Es sino de hoy el vocabulario
menguante. Los diccionarios han pasado a la última de las estanterías. Si volviésemos
a aquel juego de infancia en el que nos retábamos a explicar el significado de
una palabra, tomada al azar entre tantísimas páginas del glosario de la RAE,
veríamos que el marcador acababa igual que como empezó: a cero. Porque la mayoría
de los términos ni siquiera nos suenan, no los identificamos como parte de
nuestra lengua, que se deshace como la mantequilla al sol.
Según pedagogos y lingüistas, los
niños de los años 40 y 50 manejaban una baraja de unas diez mil palabras,
suficientes, por ejemplo, para declamar y entender buena parte de nuestra
poesía, incluida la de los siglos pretéritos, en castellano viejo y cargada de
ironía, doble sentido y moraleja. Los de los 60 y principios de los 70, bajaron
el conocimiento a unas ocho mil. En todos los hogares había televisor, claro, dos
canales con un número aceptable de programas de calidad cultural, también en el
habla. El problema se acrecentó en la segunda mitad de los 70 y los 80, cuando
los chavales nos quedamos en las cinco o las seis mil palabras. Pero incluso
con ese número podíamos leer cualquier novela de calidad con el asesoramiento,
a veces, de un diccionario, aunque lo normal era que el contexto salváramos la
ignorancia del joven lector.
Todo de desplomó en los 90, la
década de las Mamachicho, los
primeros programas del corazón, la suma de impresentables, sin oficio ni
beneficio, que se hicieron dueños del ocio de la mayoría de los españoles, que
cambiaron las inquietudes intelectuales por el vómito de la caja tonta, que
rompió todos los índices en cuanto a número de horas por compatriota frente a
la tele. ¿Cuántas palabras usaban los jóvenes por aquel entonces? ¿Tres mil?...
¿Dos mil quinientas?... Quizá suficientes para entender las letras de Mecano.
Los expertos apuntan a que el uso
del lenguaje está hoy más empobrecido que nunca. Mil palabras, mil —y muchos ni
siquiera}–, para que los jóvenes logren expresarse. Y si de las mil consideramos
que unas ochocientas están en una segunda o tercera fila (“esto”, “eso” sustituyen
los sustantivos empleados por cualquier gachó), y que con muchas de ellas se forman
muletillas de múltiples e imprecisos significados de las que abusan hasta la
saciedad, entenderemos por qué los jóvenes apenas leen: no pueden; no saben. Y
si apenas leen, podemos afirmar —con horror— que su pensamiento y su toma de
decisiones están muy limitados, lo mismo que su construcción de ideas, allí
donde la palabra exacta es imprescindible. Puede que esta última sea la más
objetiva constatación de que las distopías de George Orwell se han puesto en
pie. El pensamiento blando hace posible la dictadura del relativismo, aunque
relativismo sea un término que casi nadie sepa qué significa.
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