No le arriendo la ganancia a quienes viven bajo el control de las cloacas
del Estado, que no solo son las del Estado sino las de todos aquellos que
entienden el poder (los grandes empresarios, por ejemplo, o algunos
periodistas) como un fin en sí mismo que les da la capacidad de colocarse por
encima del bien y del mal, de situarse muy por encima del resto de los mortales,
de convivir con el delito de guante blanco y trabuco grueso. Se trata de un
poder que engolfa y justifica muchos desmanes, entre ellos el espionaje, la
compra de silencios, la venta de secretos y la venganza, que es la pasión que
desata lo peor del ser humano.
La tal Corinna y su falta de prudencia para largar y largar ante un
empresario de fama dudosa (por ser amigo de Aznar recibió el premio de presidir
una de las empresas más importantes de nuestro país, pero no tardó en mandar al
carajo aquella amistad para construir su reino de taifas y chantajes) y un
comisario de la policía de peor calaña, nos ofrece el culebrón del verano
gracias a unas grabaciones que, consentidas o no por la susodicha alemana,
están causando, una vez más, un golpe durísimo, injusto e innecesario a la
Corona, eje y cumbre de nuestro Estado.
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No sé si una “querida” puede merecer el rango de garganta profunda, si cabe
aceptar como válido el testimonio de su despecho, si la estabilidad de un país
bastante tocado en lo que a estabilidad se refiere, debe permitirse las
confidencias de una profesional de los contactos de altos vuelos, que no le
puso pegas al disfrute secreto de un nido de amor sujeto al Patrimonio Nacional
ni a colaborar en la traición a una gran Señora.
El otro protagonista, sobre el que caen los golpes, no va a defenderse.
Quizá porque no puede. Con total seguridad, porque no debe.
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