«Espera a que se repartan la herencia…», es un tópico hispano
que viene a advertirnos que la unidad familiar, la estabilidad entre gente de
una misma sangre, el cariño que hace el roce tierno de haber nacido y crecido
bajo la protección de las ramas de un mismo árbol, la complicidad de quienes
comparten álbumes de fotos que pasan de generación en generación, se va al
garete cuando llega la hora de rifar un florero, el sujetador de la abuela o el
orinal del tío Saturnino. Son el dinero —vil dinero— y la huella húmeda, como
de animal muerto sobre el asfalto, que dejan las antiguallas, las que
interpretan un regicidio como aquel del archiduque con el que se incendió la primera
contienda mundial.
Dicen que no hay familia que se salve de la mendacidad de un reparto post
mortem. Sin duda es exagerado, porque la tierra sigue poblada por gente buena
que si bien agradece el legado de un juego de café de porcelana barata, incluso
el de un casoplón en una cala de Mallorca a repartir entre primos, no está
dispuesta a violar el amor que demostró el difunto por la unidad de los suyos,
a pesar de que alguna cuñada a la que nadie ha llamado a los despojos se meta
un marquito de plata en el bolso.
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En el Partido Popular andan también de particiones una vez papá se fue al
hoyo. Lo que se rifan son porcentajes de poder, mandar, imponer una estrategia
u otra, levantar el teléfono y que me pasen…, no sé, con el Consejero Delegado
de la compañía de la luz, lucir sonrisa en la cartelería electoral y recuperar
la bancada azul de la que han sido echados a gorrazos. Por eso ya no botan
todos juntos en el balcón de Génova, abrazados a una, como en Fuenteovejuna.
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