Todo exceso tiene su precio. En esta fiebre por enlucir el currículo, el
coste es la opereta, el rubor y la sospecha de que aquí no se salva ni el Tato.
Vamos a vivir un cambio de estrategia por parte de los departamentos de
contratación de casi todas las empresas: ya no se darán por creíbles las
carreras universitarias, los cursos de doctorado, las tesis, los másteres del
universo ni las lecciones de crochet. Tampoco los idiomas que, al final del
documento, decimos poseer. Nivel alto en el conocimiento del inglés, acompañado
por todo tipo de letras y números que lo avalan; nivel medio en alemán (ojo, prost! quiere decir chinchín, por si las moscas…) y conocimientos afectuosos del pastún
y algunas lenguas muertas.
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Mi consejo para los de recursos humanos es que hagan un examen de admisión,
una cata a ciegas con los aspirantes a cada puesto de trabajo y un
reconocimiento mediante la máquina de la verdad. «¿Es cierto que se
especializó en estrategias de venta en la Universidad de Lovaina?».
«Sí». «¿Y dónde está el certificado que lo atestigua».
«Me dijeron que no era necesario pasar a recogerlo». Si la pupila
se dilata y aumenta el ritmo cardiaco, a la calle con una patada en las nalgas.
«¿Es cierto que usted tiene como aficiones la filatelia y el baile de
salón?». «En efecto, gané una copa en la sala de fiestas El Bimbó». Si aparece sudoración
en las manos y en la planta de los pies, a la calle con un pescozón.
«¿De verdad trabajó en una casa de pantys en la que, gracias a su
perspicacia, multiplicó la cuenta de resultados?». «Sí. Soy
licenciado en medias y copas para sujetadores». Si la máquina aprecia
sequedad en la boca, a la calle con una bofetada. Y se acabaron las tonterías.
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