Epi tiene gónadas de trapo. Blas, de espuma. La confirmación de su
sexualidad de teleñecos nos ha llegado con años de retraso, pues Barrio Sésamo
entretenía a los niños de mi generación. De entre su colección de marionetas,
la pareja de felpa naranja y amarilla conquistó nuestro cariño (de ahí el
motete: Epi, Blas y los demás). Si hubiésemos sido los peques de hoy —empapados
por la lluvia fina y constante de la obsesión sexual—, puede que lo primero que
hubiéramos hecho, de participar en el rodaje de la serie, fuera bajarles los
pantalones para comprobar si tienen colita y si la utilizan para necesidad
distinta a hacer pipí. Nos hubiésemos llevado un chasco: los títeres de Jim
Henson carecen de piernas y están huecos por debajo de sus camisas de rayas. Ni
siquiera piensan, queridos niños, así que esas pulsiones carnales son deseos de
quienes todo lo ven desde la mirilla del forniqueo, quizás porque cargan una
libido capada por la frustración.
Epi y Blas son homosexuales. Parece una noticia propia de los tabloides
amarillos. Una vez se apagan los focos del estudio uno de ellos abandona su
cama y se mete en la del otro (mandarina versus plátano, que así es la forma y
color de sus cabezas) para dar rienda suelta a toda clase de guarrerías. Así
que Epi y Blas son homosexuales... Ja, ja, qué poca gracia. La estupidez
malintencionada no conoce límites. Falta que nos sorprendan con que el Monstruo
de las galletas es una lagartija transgénero que se trasviste con un abrigo
azulón. Que Gustavo, la rana sufridora, en sus horas negras regenta una sauna.
Que Coco (el de cerca y lejos) se
esconde detrás de los setos de los parques envuelto en una gabardina, para acosar
a los niños mostrándoles los rizos de su barriguita morada.
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