3 ene 1996

De mis viajes a Africa, lo mejor que me queda no son los recuerdos de los paisajes, y eso que contemplé el amanecer en la sabana, en la selva y en la costa, un juego de luces y transparencias de enorme belleza. Lo mejor de los viajes a Africa son los amigos. Todavía hoy, años después de dejar Kenia por última vez me carteo con varios de ellos, que me hablan de la situación política de su país y de mis compañeros de aventuras. A algunos, el destino les ha conducido lejos del Continente y viven en las islas del Indico, en los Estados Unidos, en Roma y hasta en la misma España. Hace unas noches que un africano del oeste de Kenia vino a cenar a casa. Hablamos de los viejos tiempos, con esa calma que caracteriza a las gentes de color: no hay prisa para comer ni para charlar en familia y entre amigos. Recordamos el bautizo de un joven kikuyu, que celebró su conversión con una fiesta a la que estuvieron invitados todos sus parientes, sus vecinos, las gentes de su pueblo de origen, las autoridades de su tribu, un sin fin de comensales que daban buena cuenta de la merienda que las hermanas del neófito cocinaban sin descanso. Recordamos las playas de Mombasa, las comidas de la costa..., hasta que mi amigo suspiró, porque regresa esta Navidad a Nairobi después de cuatro años sin gozar del calor selvático en estas fechas que, para los cristianos de los cuatro puntos cardinales representan un guiño a la inocencia, volver a la infancia y convertirse en adorador del misterio más colosal de la Historia.Llegó un momento en el que tuve que dar por finalizada la sobremesa, ya que el despertador no iba a perdonarme al día siguiente. En un instante disolvimos los elefantes y los árboles de mango que habíamos dibujado en la atmósfera del salón, y salimos a la calle. A un par de metros del portal había un hombre de rodillas, cubierto de sangre. Estaba bien trajeado y borracho. Se había herido en la cabeza y balbucía una historia de un policía que le había pegado por no sé qué razón, pero el siete abierto en su frente era el sello de los hierros del andamio que cubre mi casa. Si fantástica era su historia, no lo era menos la reacción de los pocos viandantes: contemplaban al pobre borracho desde el otro extremo de la calle, como si no estuviera de su parte tenderle una mano y llamar a un médico. Mientras tanto, su cabeza manaba sangre, y en sus ojos el alcohol producía un brillo enfermizo. Mi amigo, un africano del siglo XXI, pidió ayuda por su móvil y acompañó a aquel pobre hombre hasta que apareció la ambulancia. El corro de curiosos se disolvió murmurando el espectáculo que habían contemplado: <<hay que ver cómo está el barrio, borrachos y negros, adónde iremos a parar>>.

El tiempo de Navidad me hace reflexionar sobre aquellas escenas en las que la bondad y el egoísmo se enfrentan a partes iguales. Hace días que se promete la paz en los Balcanes después de estos años de masacre brutal. Los afectados por la guerra son el borracho herido, y los pueblos de Occidente, los vecinos de barrio que contemplan la penosa realidad mascullando por lo indecoroso de la guerra. Siento inquietud ante esta sociedad con espíritu de "mirón de playa", esta tendencia generalizada a adoptar indiferencia ante los grandes problemas de la humanidad. Desde luego, si existiese un verdadero movimiento social, los dirigentes políticos se iban a ahorrar tanto palabrerío de paz y entendimiento para empezar a actuar en favor de los que nada tienen. ¿Quién va a responder por los miles de muertos de la antigua Yugoslavia...?

Cuando no permitieron viajar al Papa a Sarajevo, la televisión emitió un reportaje que resumía los tres años de barbarie. Fueron dos horas de imágenes hirientes, cadáveres abandonados por las calles, ancianos que enterraban a sus hijos y a sus nietos en cementerios improvisados, y un niño. Aquel pequeño aún no había determinado su postura nacional, serbio, bosnio, croata,..., sólo era un espadachín en las horas de recreo, un cowboy por los pasillos de su apartamento humilde, el mejor esquiador de los Juegos Olímpicos, un polizón en la bodega de un barco pirata. Visitaba en un hospital improvisado a su hermano, otro pequeño al que el arma de alguno de los bandos le había arrancado las piernas. El herido estaba aturdido por los sedantes -urgente caridad de la vieja Europa-, y el espadachín de papel lloraba asustado con los ojos puestos en los vendajes. Seguro que su oso de trapo tampoco resistió el impacto de las bombas y quedó enterrado entre los escombros de la ciudad.

No sé si vivirán sus padres o si el hermano desmembrado venció a la muerte, pero aquel pequeño va a conocer una Navidad. Los últimos diciembres no fueron tiempo de paz y de amor, como cantan los versos, ni me imagino por entonces a ningún adulto capaz de explicarle que 2.000 años antes nació un niño como él, con la misión de salvar al mundo. Estos días, cuando se asome a los belenes de las iglesias de su ciudad, se sentirá muy cerca de los pastores de arcilla a los que les faltan los brazos y las piernas, de San José, con la mano mal sujeta con unas lañas, de las ovejas decapitadas o cojas, de la comitiva de los reyes, en la que no está Gaspar porque se rompió hace años, y de un ángel sujeto por un hilo y una chincheta al que el torpe sacristán le ha partido sin querer el ala.

Mi abuela, que también conoció el latigazo de la guerra, ha escrito una carta a sus nietos en la que nos anuncia que esta Nochebuena el Niño Jesús no va a traer regalos. Por una vez, se ha quedado sin ese poder mágico con el que siempre nos contenta. <<Yo, de mayor quiero ser Niño Jesús>>, me comentó un crío, <<estaría todo el año regalándome juguetes>>. La abuela argumenta que la estatuilla de madera y yeso que coloca a los pies del abeto, está muy ocupada en consolar a sus colegas de infancia de un poco más arriba, y no tiene tiempo para grandes almacenes. Por eso, el nieto más pequeño, que ha entendido el mensaje de la carta, ha llenado un sobre de monedas y piensa dejarlo junto al Niño para que, además del consuelo, pueda regalarles un puñado de canicas.

Los cristianos creemos en la Comunión de los Santos, por la que compartimos las alegrías y los pesares de todos los hombres, estén donde estén. Quisiera dejar un sitio libre en la mesa de Navidad. Es para ti, espadachín de papel. No eres una imagen de televisión que se borra en la memoria, vives, a miles de kilómetros, qué importa, y te mereces brindar con champán (estoy seguro de que tu madre te permitiría dar un sorbo) y darte un atracón de langostinos. Tal vez puedas recuperar tu inocencia junto a nosotros, que somos una familia grande que no conoce la desolación.
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