19 mar 1996

La película Seven vino precedida de una eficaz campaña de márketing. En los espacios de publicidad de los autobuses públicos, unos cartelones enumeraban los pecados capitales con cierto misterio, sin ofrecer más pistas sobre el motivo del anuncio. Creo que los expertos publicistas inventaron un tecnicismo para ese suspense, en el que se divulga el producto mediante una serie de entregas que van despertando en el cliente potencial una dependencia hacia la resolución del enigma. En conclusión, a las dos semanas del comienzo de la campaña, compré con unos amigos tres entradas para la sesión de noche.

No puedo hacer una valoración técnica de la película, no sé de cine. Sólo podría enjuiciar su estética, la puesta en escena, que está conseguida a juzgar por la sensación de humedad y tugurio que se apoderó de nosotros. El mensaje de Seven, además de volver sobre las perversiones imaginativas de los psicópatas de inteligencia prodigiosa, es desalentador. Estamos acostumbrados a que las grandes producciones de ambientes policiacos describan algún personaje en el que nos podamos sentir reflejados. Vamos en busca del malo muy malo al que se le ofrece alguna posibilidad de redención, y del héroe que, pese a naufragar en algunos vicios -pongamos la dependencia del alcohol o una tendencia a la soledad-, estaríamos encantados de invitar a nuestra mesa. En principio, Seven tiene su personaje ejemplar: un policía de color compañero de Brad Pitt, que declara no haber utilizado jamás un arma de fuego. Sin embargo, en una secuencia, una mujer que está experimentando su primer embarazo, le pide consejo. En buen policía hace una reflexión en tono paterno-filial en la que recuerda cómo frustró la única oportunidad que tuvo de ser padre. Tardó semanas, pero al fin convenció a su novia para que abortara. De esta forma, liberó a su hijo de todos los aspectos fétidos a los que tendría que enfrentarse en una sociedad enloquecida por el mal.La declaración del héroe de la película me produjo más desasosiego que cada una de las bacanales de sangre y crimen con las que disfruta el psicópata obsesionado por los siete pecados capitales. Si bien estas son de una monstruosidad insuperable, sólo forman parte del argumento de un film de carácter oscurantista. Sin embargo, las palabras del buen poli describen a la perfección lo que los pacifistas del siglo denominan la <<cultura de la muerte>>, caracterizada por confundir derecho con sentimiento, a costa de la vida de un tercero.

Por más vueltas que le he dado al problema, tratando de ponerme en la piel de quien toma la decisión, no logro entender ningún argumento que justifique el aborto. Durante estos días hice un repaso de las situaciones de injusticia que he visto padecer a los niños -no se me borra el recuerdo de una pequeña habitante de las calles de Bombay, con una sonrisa luminosa como antes no había visto. Vestía un par de andrajos y caminaba descalza a las puertas de un hotel de lujo. Entonces mendigaba a los turistas, pero no tenía otro futuro más que ocupar un puesto en alguno de los burdeles de los barrios populosos de la ciudad-, como si en ellas hubiera un argumento firme que me hiciera romper una lanza a favor del aborto provocado. Sé que todas estas situaciones de injusticia no merecen la pena ser vividas pero, a la vez, me reafirmo al asegurar que el derecho a nacer, a abrir los ojos a la vida, está por encima de la calidad de la misma. Lo dice muy bien un médico que lleva más de quince años partiéndose el cobre para que los niños con serio peligro de ser abortados nazcan y reciban los mayores cuidados: <<la vida es un cumplimiento de etapas: primero hay que ofrecer la oportunidad de ponerse en la salida, y luego luchar por que cada una de las etapas se suceda con absoluta dignidad>>, es decir, sin vida no hay posibilidad de dignidad, no hay posibilidad de nada. Tal vez, la niña de Bombay tenga la fortuna de recibir las atenciones de esas personas buenas que trabajan, en la India y en el mundo entero, en el cuidado y afecto a los que tienen la cuenta del amor en números rojos.

El hombre es una criatura que busca la felicidad. Una felicidad que no se contenta con la satisfacción de las necesidades primarias, ya que ahonda en el misterio de la existencia hasta entrever la razón de la vida y de la muerte. Durante una ocasión única e irrepetible, cada ser humano construye la fortaleza de su felicidad. La historia rebosa de hombres y mujeres que alcanzaron la cota más alta, así como de todos los que se quedaron en el intento, persuadidos de que su enigma se resolvería por caminos errados. Unos y otros tuvieron la oportunidad de elegir, al tiempo que vivieron condicionados por el entorno. Entrelazaron su destino con una mezcla de libertad y casualidad, para lo bueno y lo malo, pese a la situación económica o psicológica de sus progenitores. Tuvieron la suerte de entrar en este juego imprevisible de la vida, donde cabe el amor y el odio, el gozo y el sufrimiento.

Es fácil teorizar en favor y en contra de asuntos que no son triviales, como la vida, porque la sociedad que estamos construyendo no se asienta en una verdad compacta. De esta manera, entronizamos la Ley que, caprichosa, es arma para el déspota hasta desproteger al ser más indefenso, aquel que todavía no respira por sí mismo. Así, el aborto pasa a ser, en la conciencia de la gente de buena fe, de un delito tipificado que se despenaliza en ciertas circunstancias, a un derecho de la mujer que concibe.

Durante los años setenta y ochenta, los jóvenes del cono sur de Iberoamérica entonaban cantos de revolución pacífica ante la tiranía de los gobiernos militares. Mercedes Sosa, tejedora de palabras bellas, ofrecía la modulación adecuada a los versos de Violeta Parra, cuando daba Gracias a la vida por la hermosura que vieron sus ojos, por el verbo con el que compuso estrofas de amor, por los caminos que anduvo hasta encontrar descanso, por el corazón con el que pudo elegir el bien, por la risa y el llanto. Coreaban esa canción en teatros abarrotados y hasta en las cárceles que sólo prometían tortura. Los desaparecidos que nunca regresaron también cantaban Gracias a la vida y estoy seguro de que, si resucitaran, repetirían el mensaje; a pesar de los pesares.

Las taras del feto, la concepción motivada por la violencia, el peligro objetivo para la salud de la madre o una desventajosa situación económica son argumentos en clara desventaja ante el gozo de vivir, por dificultoso que éste resulte. 45.000 niños perdieron en nuestro país, durante el año pasado, la oportunidad de respirar aire fresco y de sentir una caricia. Pese a que el compañero de Brad Pitt se empeñe, no nos corresponde la elección de la muerte, aunque la persona quepa en una caja de cerillas.
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