1 jul 1996

Figúrense el honor de llamar <<colega>> a José Luis Olaizola desde mi modesta pluma, que sólo tiene veintiséis años. No es un escritor-estrella de los que se pasean por el mundo de la literatura como si fueran actores de cine, sino que juega con el encanto de lo cotidiano. Tiene en su haber muchos premios e innumerables ediciones de todos sus libros, que avalan la sencillez -la normalidad-, como fórmula exitosa de vida y de estilo literario. Desde las páginas de la revista Telva, Olaizola se confesó rendido a los encantos de las mujeres de su vida, que no eran Sofía Loren ni Brigitte Bardot, sino su mujer, sus hijas y nietas, su suegra y las empleadas del hogar.

Cuando leía el artículo mensual de Olaizola, pensaba que me gustaría hacer un continuo homenaje a las mujeres de mi juventud. Hasta el momento, puedo hablar de mi novia, de mi madre, de mi hermana, de mis compañeras de oficina y también de la mujer que trabaja en casa, que es un encanto, y con la que me llevo a partir un piñón, pues compartimos la pasión del flamenco y los toros. En fin, me falta experiencia; aún no he cambiado de estado civil y no comprendo del todo el significado de la palabra <<suegra>>, que para algunos suena peor que un taco. Pero esta vez les ha llegado el turno a mis "chicas de oro", tres mujeres muy distintas y a la vez poseedoras del más respetable título: abuela.

No sé de dónde me viene esta adoración por la gente mayor. A la vuelta de los guateques quinceañeros, protestaba ante mis amigos porque con quien tenía de veras éxito era con las madres y las abuelas de las chicas que nos invitaban a sus casas. La verdad es que cuando la fiesta de turno no era muy divertida, me ponía de charleta con los "jefes" de la anfitriona, con el deseo de que me enseñaran los cuadros que tenían por la casa; un defecto profesional. Les sorprendía que con esa edad me interesara más Guayasamín que las grandes cilindradas o la Liga de fútbol, y de esta manera entablé muy buenas relaciones con una generación que superaba los cuarenta. Mis amigos me lo advertían, que dejara los rollos artísticos y empezara a mover el esqueleto. Pero ni con esas; hice el esfuerzo de aprender break-dance -con más buenos deseos que fortuna-, pero sólo conseguí torcerme un tobillo. Como con la pata coja no se puede bailar, profundicé en las colecciones de Regoyos y Sempere, y en la amistad con las madres y abuelas de mis amigas.
Mis tres abuelas son bien diferentes. La más tradicional se llama Nieves y ha entrado en la recta de los noventa. Vasca, recia, amante de la buena cocina, con un corazón tan grande que en él caben sus más de 200 descendientes. Hace un tiempo se nos ocurrió hacer una revista trimestral para la familia Aranguren, en la que recogíamos las noticias de tantísima gente repartida por el mundo. Era la única forma de que todos supiéramos de todos: catorce hijos, ochenta y ocho nietos y más de setenta biznietos, amén de todos los hijos y nietos políticos, que para mi abuela son tan importantes como los propios. Tiene una de las cocinas mejor equipadas del mundo, y estoy seguro que si se hiciera un concurso, hasta el mismo Arguiñano tendría muy difícil superar la merluza rebozada y los chipirones de mi abuela. Pero lo que más me gusta de ella es el interés que demuestra por cada una de nuestras ocupaciones y preocupaciones. Si las sumamos, el cúmulo de vida podría asustar a más de uno. Pero saca tiempo para todos. ¿Quién dijo que la gente mayor no comprende los problemas de los jóvenes? Sus nietas más pequeñas buscan un rato para pedirle consejos sobre los chicos que les gustan, y los demás le hablamos de los proyectos de futuro, de nuestros miedos. Ella escucha y nos anima a enfrentarnos al mundo con una sonrisa.

Mi abuela Marichu ganó un premio a la elegancia cuando no existían los liftings y no estaba reñida la belleza ni el estilo con una maternidad de seis hijos. Me divierto mucho con ella porque es una mujer moderna, tan "fan" de Luz Casal y Joaquín Sabina, como de la literatura de Martín Gaite, Neruda o Delibes. Una navidad que Ramoncín apareció en la televisión con un rombo pintado en el ojo derecho, mi abuela se maquilló de la misma guisa para recibir el año nuevo, compartiendo las excentricidades de "El rey del pollo frito". Y está tan puesta en trapos, que cuando sus hijas y nietas tienen algún acontecimiento social, rebuscan en su armario antes de decidir qué ponerse. Es monárquica y nunca ha escondido sus fidelidades. En los años setenta también participó en la lucha por la democracia y viajaba hasta Francia para comprar los libros y los discos que aquí estaban prohibidos. Cuando voy a visitarla, nos quedamos de charleta hasta la madrugada. Recuerda sus bailes, su amor por mi abuelo, las dificultades...

Mi mejor amigo tiene una abuela que me adoptó como nieto cuando yo era un renacuajo. Parece que ha surgido de un cuento de los hermanos Grimm: el acento que delata su origen alemán, sus moldes para bizcochos, la tarta de chocolate y su curiosidad insaciable por todo lo nuevo. Es la única abuela a la que he visto tocar la batería. Cuando cumplió los ochenta, susurró que uno de sus últimos sueños era volar en helicóptero entre los rascacielos de Manhattan. Y allí se fue. A la vuelta me contó que una de las noches saltó la alarma de incendios del hotel donde se hospedaba. Todo el mundo corría por los pasillos, algunos sin dentadura postiza, o con la mascarilla de frutas sobre la cara. Marianne estaba como loca de vivir semejante aventura; si los bomberos hubiesen evacuado a los huéspedes por la ventana, mi tercera abuela estaba dispuesta a lanzarse desde el piso cincuenta y siete por un tubo de goma. A fin de cuentas, El coloso en llamas es un recuerdo más duradero que las compras por la Quinta Avenida: una buena anécdota con las que entretener a las ancianas solitarias que visita en Madrid.

Soy muy afortunado por compartir con mis tres abuelas esta primera etapa de la vida. Si me preguntan qué aprendo a su lado, no dudo en contestar que me enseñan a querer. Las cosas se deben entender de otra forma desde tan alto. Por eso, si alguna vez están tristes, me dan ganas de cantarles lo de Fito Páez: <<dale alegría a mi corazón/ y verás/ como se transforma el aire del lugar...>>
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