11 jun 1997

Todos andamos locos por comprender las consecuencias del tratado de Mastrich y los efectos del euro en nuestra economía familiar. La verdad es que impone codearse con los alemanes y otros nórdicos con la misma moneda, sin la amenaza del marco, el hombre del saco de la economía. Así que nuestro presidente del gobierno no cabe en sí del gozo, y proclama -a la par que las bolsas suben a cumbres inimaginables- que lo hemos conseguido.

Pero este optimismo es engañoso, y no lo digo porque no confíe en las decisiones de nuestros políticos, sino porque la aldea global, el balón de agua y tierra, es decir, el mundo, reclama reparto y justicia. Hace unos días he estudiado el análisis del África del final del milenio y se me nubló la euforia, porque llevo muchos años con el mal de África, <<la llamada>>, que carcome el alma cuando te has dejado atrapar por la magia del continente negro, emborrachándote hasta entrar en coma con el color de la sequedad y el de las junglas, con la pureza de los cielos y de los amaneceres ecuatoriales, con la fauna y la flora y, sobre todo, con su gente. Y todo lo que acabo de enumerar, que es el resumen del gran continente, no sabe nada de euros ni de mastrichs, ni del ritmo vertiginoso de nuestros mercados financieros, ni de concursos de televisión de costes incalculables, ni de vacaciones, ni de viajes transoceánicos, ni de IPCs ni de nada que se le parezca.
No voy a entrar en qué intereses occidentales alimentan las guerras fratricidas en los Grandes Lagos. Tampoco voy a analizar el daño endémico que provocaron las dictaduras marxistas en una tierra que sabe poco de ideologías, ni del personalismo devastador de otros tantos dictadores bananeros, como el derrocado Mobutu. No quiero hablar del tráfico de armas que tan buenos dividendos reparte entre muchas de nuestras naciones blancas, ni pretendo hacer demagogia sobre la sensibilización contra las minas anti-persona entre los mismos gobiernos que no detienen su fabricación, porque de quienes quiero hablar es de los más de 750 millones de personas que pueblan las sabanas, las costas, los desiertos y las selvas de África, que no acaban de comprender la división caprichosa de sus fronteras, que sienten con mucha más fuerza su pertenencia al continente -"Mamá África" le llaman algunos-, que a cada una de las banderas de la independencia, se llamen Congo o Zaire. Y quiero hablar también de los miles de religiosos y hombres de buena fe y corazón ancho que dejaron la comodidad de los tratados de europeos para gastar sus vidas en el servicio de toda esta población de subsuelo.

Cada vez que caen cabezas -no hace muchos meses vimos a unos hutus jugando al fútbol con el cráneo de un tutsi-, los embajadores comienzan el recuento de los españoles, con la intención de devolverles a casa. Pero la raigambre de la caridad tiene mucha más profundidad que el apego a la tierra en la que nacieron, y son muchos los que se niegan a abandonar el lugar, a pesar de las guerras y los saqueos. Sé de compatriotas que han pedido la nacionalidad del país africano en el que viven, para acercarse todavía más a la gente por la que gastan la vida, lo que tan sólo es un detalle de su fervor.

África es el último gran lugar de la tierra en el que persiste el misterio. Su solución, ni la tienen los dictadores ni los libertarios rebeldes. El bien del Zaire, por poner un ejemplo, no está en las pistolas de Kabila ni en la guardia del viejo Sese Seko. Tampoco podemos soñar con un sistema democrático al estilo de Occidente, porque Africa no puede asimilar en tan pocos años -a penas el siglo XX- el salto desde las culturas ancestrales a la comunicación por internet.
Me acuerdo ahora de tantos amigos africanos que discurren sus vidas entre la gran ciudad y el poblado de su tribu. Son hijos de la poligamia, y han aprendido leyes o ingeniería después de crecer entre las narraciones legendarias de sus abuelos, en las que el mundo africano no conocía otra cosa que sus montañas y desiertos. De la noche a la mañana, estos ancianos tuvieron que asimilar la era de la tecnología, aunque todavía miran con recelo hacia las nubes cuando sienten el rugido de un avión.

Hace unos días me comentaba un viajero casual al este de África, que le había llamado la atención cómo en cualquier carretera del país que visitó, cientos de personas van y vienen, caminando sin rumbo fijo. También yo me he preguntado muchas veces hacia dónde se dirigen, quién les marca el rumbo de sus caminatas. Me he preguntado por qué al caer el sol, cuando los cielos se tiñen de toda la gama de colores, esos mismos caminantes entonan canciones en sus lenguas extrañas. ¿Qué lugar pretenden alcanzar? ¿Cuál es su meta? Supongo que, desde que en Europa miramos el futuro con optimismo, su destino se desdibuja un poco más.
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