13 sept 1997

Todos los santos son signos de contradicción de su tiempo, pues santo es aquel que logra imitar a Cristo en sus virtudes hasta grados de heroicidad, y Cristo no pasó por el mundo entre rosas y alabanzas, que digamos... Teresa de Calcuta, al igual que Francisco de Asís, Tomás Moro, Agustín de Hipona y los demás grandes santos de la Iglesia, soporta hasta después de su muerte a lenguaraces y descreídos que le acusan de comprometidas afiliaciones políticas, derroche de fortunas e <<integrismo católico>>. Son pocos, como siempre, pero cuentan con rincones en cualquier periódico o espacio de televisión.

Me enteré de la muerte de la madre de los pobres por un programa de noticias de un canal de pago. Según el locutor, Madre Teresa se había empecinado con el mensaje anti-abortista, restando credibilidad a su figura pacífica. Aún con mayor desvergüenza, le acusó de utilizar tratamientos médicos dudosos porque exaltaba el sentido reparador del dolor, y de atacar la planificación familiar efectiva, que según parece debe ser a golpe de preservativo y ligadura.

Yo conocí a Madre Teresa y trabajé junto a sus monjas como colaborador en Africa, en la India y en España. Sin misticismos, porque era una mujer llana nacida en un pueblo del país más miserable de Europa, comunicaba su cercanía a Dios. Eran sus ojos limpios, o sus manos como rastrojos, tal vez su figura encorvada o puede que el crucifijo amarrado al sari, los que hablaban de su bondad, hasta el punto en que estremecía pensar que el Creador tenía a bien comunicarse con esta mujer vieja y diminuta, confirmando el mensaje evangélico de que Dios habla con los humildes y pobres de corazón, con los que son conscientes de su nada y a la vez se saben recogidos en un amor inmenso, infinito, con el que se puede vivir hasta en la ponzoña sin sentirse jamás abandonado.
Su revolución de alegría no tiene precedentes en la historia; de Norte a Sur, de Este a Oeste se extiende un reinado de compasión. Allí donde nadie quiere estar, sin boato, sin efectismo, sin grandes medios, sin ningún tipo de lujo, sus hijas de la Caridad cuidan a la escoria de los hombres. Aunque desde los años sesenta ha contado con el asombro de la prensa internacional, lo de Madre Teresa no es un asunto de merchandaising sino que parece tener su motivo en algo más misterioso y a la vez más sencillo: en el amor que por Dios merecen todas las criaturas, desde el leproso al travestí podrido de SIDA, desde el niño mongólico al loco que ha perdido la noción del tiempo. No hay ratas ni gusanos que puedan con este amor, verdadero amor, y así Madre Teresa ha cruzado los océanos, enamorando en su mensaje a princesas y políticos, a amas de casa y taxistas.

El amor de Madre Teresa no tenía nada que ver con la sensiblería. Cuando ha recogido niños abandonados en los cubos de basura y ha tenido que amontonar los cadáveres en su casa del moribundo, no ha presentido más que el contacto con Cristo, fuera de exaltaciones emocionales. Sobrecoge entrar en sus casas y encontrarse en todas ellas un crucifijo junto a la leyenda escrita en la pared : "tengo sed". Es el mismo sediento de hace veinte siglos, el mismo que en estos últimos años no se ha sentido saciado a pesar de los adelantos del tiempo. Además, en la mayoría de los casos no es un Cristo al que sólo hay que dar de beber una vez, sino incontables veces a lo largo de los años, siempre con la misma atención.

Nuestra incredulidad hace que nos enfrentemos a los milagros con la superchería de los paganos. Estamos dispuestos a creer en Dios a condición de que bailen los astros o de que el mar de pronto se vacíe. No nos damos cuenta de que milagro es el cumplimiento fiel y diario de una vocación como la de Madre Teresa, sin descansos, sin complacencias, sin vacaciones de verano. Milagro ha sido que este mundo sordo se haya inclinado a escuchar las palabras de la santa de Calcuta. Su mensaje ha corrido por las páginas de los periódicos y por las hondas de la radio y la televisión, aunque no ha sido del todo comprendido. Porque si ella repetía insistentemente que la lacra de la humanidad es el aborto, no era palabrerío vano, sino la toma de conciencia de que una sociedad que elimina a sus hijos antes de nacer y de manera selectiva está muy lejos de rozar ese ámbito de entrega y alegría en el que la paz es posible.

El mundo se siente de alguna forma en deuda con ella; los funerales y tanta gente alrededor de su cuerpo durante todos estos días no son más que la devolución de un don, el de su santa bondad, con el que nos hemos sentido algo más seguros durante este final de siglo. Los cristianos tenemos la ventaja de que creemos en que la intercesión de los santos es mucho más eficaz desde el cielo, por lo que no tenemos duda de que los pobres y los enfermos cuentan con una aliada muy cerca de Dios. Así lo transmite también el Papa, al que recuerdo escuchando las confidencias de la monja en las calles de Calcuta y recorriendo las estancias de la casa de los moribundos, entregando él mismo en escudillas de plástico la comida a los leprosos.

Para ella, no había nada peor que la soledad : ni la lepra, ni la tuberculosis, ni la difteria. Se sobrecogía la Madre Teresa al conocer que en los países del Norte de Europa las casas no tienen timbre, pues no se estilan las visitas. Un mundo que es capaz de semejante aislamiento está muy lejos de lo mínimos necesarios para conocer la felicidad, y por esta razón hay casas de las Misioneras de la Caridad en muchas naciones desarrolladas.

Conocí a la Madre Teresa en el avión que me condujo hasta Kenya hace ya un puñado de años. Me sorprendió su tamaño diminuto y sus manos grandes y nudosas. <<Dios te bendiga>>, fueron las palabras que le oí después de que recibiese mi saludo, sin apenas levantar la vista del suelo. Se hospedó en Huruma, uno de los peores barrios de Nairobi, donde su congregación tiene una casa. Antes de que amaneciese asistía a la celebración de la Eucaristía según la costumbre india, sentada en el suelo sobre las rodillas. Después, dejaban el Santísimo expuesto durante todo el día, y era constantemente velado por las hermanas y novicias. Creo que aquella custodia era el único objeto de valor de la misión, y de ella sacaban sus fuerzas.

En aquella casa los huéspedes que tenían fuerzas se ocupaban de preparar la comida, o de adecentar a sus compañeros de barracón. Había un leproso sin piernas que limpiaba y partía la verdura y una mañana vi como sus compañeros se lo llevaban en volandas dentro del chamizo, del que salía una música africana de tambores y cascabeles. Me pudo la curiosidad y me adentré en la estancia. Allí se reunían tres o cuatro enfermos, alguno de los cuales golpeaba con ritmo los cueros tensos de los tantanes. Habían depositado al leproso sobre el suelo de cemento, desde el que cantaba con los ojos fijos en un pequeño sagrario de madera. De aquella forma, los enfermos de la Madre Teresa de Calcuta también rezaban al Dios escondido en una caja, al igual que las monjas, y como no sabían ninguna oración repetían los cantos de sus orígenes, para darle gloria, al igual que hacían ellas.

Una tarde sonó el golpeteo metálico de la puerta. Una mujer traía a cuestas a un hombre tronzado que no podía ponerse en pie. Lo venía a dejar al cuidado de las monjas, porque su familia no podía seguir haciéndose cargo de él. La hermana que salió a su encuentro se inclinó para hablar con el enfermo antes de que la mujer dijese nada. No traía equipaje, no traía pasado, no traía más que dolor, pero el dolor de saberse no querido se le diluyó muy pronto, cuando sus compañeros de barracón lo introdujeron en su capilla improvisada y le enseñaron la caja en la que se esconde el Dios que hace felices a las hermanas.

Hace unos meses que una amiga mía ha entrado en el noviciado de las Misioneras de la Caridad en Londres. Tiene carrera universitaria y gozaba de un futuro con perspectivas agradables. Sin necesidad, lo ha dejado todo, todo para abrazar el espíritu que fraguó Madre Teresa. Porque el mundo, este mundo tan controvertido, necesita de estas estrellas de misericordia.
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