14 feb 1998

Qué difícil resulta hablar de San Valentín sin caer en la cursilada. Es un día que han tomado los comerciantes para atragantarnos con su cargamento de chucherías, y al llegar el 14 de febrero se me viene a la cabeza más una colección de eslóganes de fábrica, con su consiguiente carga de todo tipo de bisutería y hasta de joya cara, que la posibilidad de celebrar esta fecha junto a mi novia. Si los enamorados estamos al cobijo de la sombra del buen santo, las grandes compañías han conseguido que seamos un buen número los que hacemos piruetas para que no nos roce ni siquiera el borde de tan santo halo. Es más, si tuviese que elegir un día entre los trescientos y pico que componen el año para festejar mi noviazgo, lo buscaría en las estaciones cálidas, lejos de este febrero al que unos cuantos empresarios envolvieron en papel de charol.

Porque la vida de los anuncios -los noviazgos de los anuncios-, parece escrita por un guionista ciego. Nada, o casi nada, tiene que ver la realidad con esos malos actores que se hacen carantoñas frente a las cámaras, o con esa mujer de cortas miras que confirma el amor de su muchacho por la elección de la joya más comercial. Parece que cuanto más satén, más espuma, más color rosa, más carmín, más perfume, más cosmético, más plumas..., el amor crece en autenticidad. Me resulta imposible identificar el amor con esta baraja de empalagos, un colorido fofo, apastelado, para hombres y mujeres engañados por el feroz mal gusto de los centros comerciales.
Es como lo del Titanic que han llevado al cine; todos nos deshacemos en elogios hacia el folletín de amor imposible que termina con la muerte del Romeo en las gélidas aguas del Océano. Y no, el amor no se improvisa en un suspiro (las horas que dura el fatal viaje del barco), y tan falaz es la epopeya a vida o muerte que recrean Di Caprio y Winslet, como la leyenda del diamante, que es para siempre, o aquella manoseada composición del hoy te quiero más que ayer pero menos que mañana, que poco ha servido para confirmar amores recios y que debe de ser retahíla de enamorados de bajo nivel creativo. Además, con estos mensajes subliminales de amor verdadero, nuestros adolescentes creen enamorarse cada vez más jóvenes, y a edades antes inverosímiles han probado todos los narcóticos del amor, sus efluvios y sus volúmenes, que para que no se venguen sino se dejen disfrutar en toda su dimensión, es recomendable macerar la personalidad, afianzarla, dominarla y dirigirla.

Hoy que se habla tanto de amor, que el amor se representa en todas sus formas, que se corona como bien indispensable para alcanzar la estabilidad emocional y la felicidad duradera, los parámetros donde medirlo andan un poco desquiciados. Para el hombre y la mujer que recrea la sociedad, el amor es la salpicadura de la belleza, el atolondramiento de una primera relación, el ansia con la que se busca el placer de un beso, de una caricia, de algo más también. Lo que para Clarín era el juego de la seducción, el tiempo de espera, el lenguaje secreto de las miradas y los movimientos casi imperceptibles de los labios de su Regenta; lo que don Leopoldo calificaba como <<hacerse el amor>>, que no era sino el arrullo del palomo viejo a la joven esposa, las maquinaciones del amante por retener una mirada -una mirada nada más- de la mujer más bella, es hoy un simple intercambio corporal, un uso y disfrute que incluso aceptamos entre extraños, entre dos que no se quieren, entre dos que se acaban de conocer y ni siquiera han intercambiado los nombres, los apellidos, cuando la llama de una pasión codiciosa les ha hecho sucumbir. Los anuncios publicitarios dicen que el día de San Valentín, la valiente horterada del 14 de febrero, también es para ellos, porque han materializado el amor. Y los centros comerciales venden más que en todo el invierno, y los restaurantes se quedan sin mesas para dos, y las radios nos aturden con baladas empalagosas hasta que, llegadas las doce de la noche, celebramos al amor que se festeja todos los días.
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