17 mar 1998

Debemos de ser críticos con la avalancha publicitaria del derecho a la eutanasia, que empieza a aceptarse por ser un modismo, una reivindicación que queda muy bien en los sectores progresistas y termina por convertirse en algo natural: es igual apagar vida que darlas, igual quemar a un vecino a base de cianuro que tomarse una sopa, los mimos inyectar veneno que lustrarse los zapatos. Alguien lo proclamaba con acierto: vive como piensas... o acabarás pensado como vives. ¿Quién recuerda ahora aquellas manifestaciones en contra de la Ley de despenalización del aborto al principio de los 80? Eran muchos los personajes públicos que se significaban por su rechazo hacia los tres supuestos, e identificaban el feto como vida humana. ¿Han progresado en su línea de pensamiento? ¿Se han convencido de que la interrupción voluntaria del embarazo es un mal menor en el que no hay perdedores? ¿Acaso no será que, a fuerza de costumbre, hoy vemos normal, natural, lo que antes nos sobrecogía? Pues lo mismo va a ocurrir con la eutanasia; dentro de unos años nos resultará un problema ajeno, algo incómodo de lo que no querremos saber mucho, para no responsabilizarnos, un asunto que sólo compete al paciente y al médico.

Hoy, lo avanzado es defender el derecho a morir cuando a cada uno le venga en gana. Es la posición progresista que los hombres y las mujeres decidan el momento en el que, clic, apaguen el circuito de la vida. Nos están vendiendo la burra de la muerte por piedad, del crimen solidario, de un final menos trágico. ¿Para qué va a tener que aguantar un tetraplégico el suplicio de ver pasar los días...? Pero creo que la eutanasia no puede suscribirse sólo al dolor físico: el mismo derecho a quitarse la vida tiene aquél que pasa un mal momento, el que sufre una depresión o quien, motivado por los imperativos de una secta, decide participar en un suicido colectivo. ¿Quién es capaz de marcar la diferencia? Por lo tanto, la policía y los bomberos deben inmediatamente dejar de prestar su persuasión a los pobres suicidas que se encaraman en las cornisas de los tejados o sobre los pretiles de los puentes. ¿No quieren morir...? Pues lo humanitario sería permitírselo.

Con un regodeo de telenovela, nuestro querido gallego -digo querido porque hemos pasado muchos años deseando que encontrara un aliciente por el que vivir- fue filmado mientras daba los últimos suspiros, confundido en el ardor y la borrachera del cianuro. Antes, tuvo la sangre fría de leer un testamento, acompañado por las lágrimas y los suspiros de sus compañeros de lucha. En fin, que, sin quererlo ni beberlo, la televisión nos ha mostrado toda la crudeza del drama, lo que habrá dado mucho que pensar a esas madres que se desvelan por cuidar a sus hijos que, a causa, por ejemplo, de un accidente de circulación viven en peores condiciones físicas que las que soportaba el buen Sampedro... Que les pregunten a esas madres que han lavado y lavado los cuerpos inútiles de sus hijos. Que les pregunten a esos otros que, como Ramón, aún conservan una cabeza con la que razonar y sueñan con una subvención que les permita cambiar de aires de vez en cuando, o poner un ascensor desde sus pisos a la calle para pasear por los parques.

No dudo que aquel pobre gallego conservara un rescoldo de interés hacia la vida, y en su derecho estaba de soñar con un final, un final rápido e indoloro. Tampoco dudo de que haya tanta gente desencantada para la que vivir es sufrir, penar, dolor. Pero no los agiten con la historia de la eutanasia. Motivémosles, démosles una oportunidad de ser útiles, de prestar un servicio a la sociedad desde su lugar desencantado. ¿Acaso no debe el Estado prestar auxilio a los más necesitados? Pues déjense por unos meses de construir carreteras, de invertir millones y millones en redecorar unos jardines que ya estaban más que decorados, en cambiar el mobiliario urbano que todavía presta un buen servicio, en construir nuevas sedes para nuevos departamentos de nuevas secretarías o nuevas delegaciones de no sé qué, e inviertan en servicios para gente como Sampedro.

Conozco la historia de Luis de Moya, el cura tetraplégico que es profesor de universidad. No mueve un solo músculo desde el cuello hasta los dedos de los pies y tenía bien ganado el derecho a bajar por la misma senda de la desesperación que el pobre gallego. Pero Luis tiene la suerte de estar bien atendido, de contar con gente que le escucha, de que le hayan entregado una silla de ruedas electrónica, de que tenga a su alrededor a personas dispuestas a ocuparse de él durante las 24 horas. ¿No deberían disfrutar de estos mismos privilegios cada uno de nuestros enfermos, incluso los terminales?

Empiezo a entender que la eutanasia sólo es posible en sociedades de consumo apagadas por tanta deificación del ego, donde los enfermos estorban, donde la tristeza no debe tener lugar, donde al inútil se le aparca junto a los muebles de desecho, donde sólo tienen cabida los guapos, los altos, los sensatos..., y no la colección de variedades con la que se presenta la vida.
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