25 may 1999

Despertábamos admiración aquellos que aún con diez años sobre las infantiles espaldas, teníamos cuatro abuelos en la tierra; porque lo normal era que los abuelos estuviesen en el cielo -al menos uno-, incluso que los compañeros de clase ni siquiera los hubiesen conocido. Por eso, aunque nunca destaqué por buenas notas, ni por ser un "pichichi", ni por llevar al colegio juguetes de importación, sí me jactaba de tratar y disfrutar de mis cuatro abuelos, y presumía de que si uno era sabio, otra había generado más de cien vidas, otro vivía con el aura de un viejo ganadero de reses bravas, y la última -con la que tan buenos momentos paso- no dimitía en su elegancia ni en sus controversias políticas.
A causa de mi infancia tan poblada de mayores, pasado el tiempo siento un cariño especial por aquellas familias que hablan a menudo de sus abuelos, que los quieren con arrebato si aún están vivos o que los recuerdan cada vez que surge una tertulia de sobremesa. Por querencia hacia los míos (y también por rebeldía frente a esta sociedad que resuelve los problemas octogenarios -los del final del viaje- en residencias especializadas en abandonos y hasta con reivindicación de la inyección letal), no oculto la simpatía que me despiertan aquellos amigos que, pese a lo vertiginoso de los planes de vacaciones, hacen depender su descanso de la compañía de sus mayores. Entienden que los abuelos resultan siempre amables: los muy mayores, porque se les va la cabeza y cuando el cuerpo no les acompaña recobran la candidez de un niño de sonajero y corral. La vida se les cierra en el mismo mundo de nubes algodonosas y pájaros arrebolados de cuando nacieron, y despiertan la ternura tanto si fueron ceñudos intelectuales u hombres de gobierno, como si nunca aspiraron a cargos de influencias y pasaron los años en el anonimato. A estos abuelos, como en las coplas de Manrique, de nada les sirven los latifundios, las tiaras, las coronas, las obras de arte, los libros... (que hoy serían las casas, los fondos bancarios, las fincas de recreo...), porque sus mundos se unifican en tacatacas y pañales.
Luego están aquellos que encuentran en la senectud un respiro, y gastan los últimos años en un deambular de playa en balneario y de monte en casino. La abuela de unos buenos amigos confesaba que se sentía eternamente agradecida al señor IMSERSO, "un hombre muy bueno" que había fundado una empresa de viajes baratos para los jubilados, viajes en los que ella ganaba amistades, bailaba, hacía gimnasia y jugaba a la tómbola y al dominó. Hay que poseer claridad mental y juventud de espíritu para anhelar esas vacaciones ininterrumpidas, y para desear con vehemencia sentarse en un autobús y cantar -todos a una- una jotica de verbena.

También existen los abuelos juiciosos, aquellos a los que la artrósis y el desgaste natural no ha desmejorado sus neuronas y disfrutan las horas con conversaciones, lectura, cultura y estudio. Mi abuelo paterno, catedrático de universidad, no claudicó en sus inquietudes intelectuales hasta el final; rozando los ochenta se matriculó para convertirse en abogado. ¿Amor hacia las leyes?, no lo creo. Amor a la vida y a todo lo que ella trae, pues lo mismo se entretenía con los dibujos animados del televisor que retando a su ajedrez electrónico.

Claro, que además de los abuelos con demencia senil, los de playas de Levante y los ratoncillos de biblioteca, se cuentan por legiones aquellos de andar por casa, esos que miran las obras desde las aceras o los que juegan a las cartas; esas mujeres coquetas que no pierden el ritmo de la febril alta costura, y aquellas que además de nietos tienen aún bajo su responsabilidad a los hijos más reticentes a dejar el olivo. Son hombres y mujeres apasionados por el fútbol, el cine o la política, conversadores del pasado -de la Guerra, esa Guerra que se nos desdibuja en la noche de los tiempos...- y del presente. Abuelos que no claudican por fuerte que las contradicciones les embistan.

Contemplada la vida desde este rincón, a pesar de la imagen melancólica de la ancianidad, todo se hace amable..., menos el olvido.
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