4 jun 1999

Me escribes para decirme que te has enamorado..., a los cincuenta y tantos. La amistad que iniciamos con tu primera carta se ha consolidado y ya no pierdes el tiempo en alagarme tal o cuál artículo, sino que nos escribimos sobre las cosas de nuestros mundos, de lo que nos duele y nos alegra. ¡Me he llevado tantas alegrías con tus cartas! Al principio, porque era un escritor profano -por mi edad, y por desconocer el mundo de las mujeres- me empavonaba cuando recibía tus loas a mis opiniones en TELVA. Más tarde, ese orgullo de artista se redujo a la nada frente a tus problemas, porque no eres de esas mujeres que suelen aparecer en estas páginas (rutilante, segura, emprendedora y a la última moda), sino una sencilla madre de barriada obrera agotada por los envites de la vida. Parecía que habías nacido con la suerte de espaldas, querida amiga, estrellada frente a los que gozan del amor, la salud y la fortuna.

Estrellada en el amor; aquel hombre con el que fuiste tan ilusionada al altar, desconocía los compromisos del matrimonio y te hizo sufrir lo indecible hasta que se fue de casa. Sé que hubo maltratos (tal vez no eran físicos, pero hay que ver cómo se te quedó de tronchado el corazón) y que tus sueños de doncella se ahogaron en una ciénaga. Ahora que disfruto de la felicidad del matrimonio, comprendo mejor que antes el drama de tu fracaso.
Estrellada en la salud; desde tan joven, de hospital en hospital poniéndole tiritas a tus huesos de caramelo. Y a partir de los cuarenta -misteriosos cuarenta que a tanta gente derriban- tratando de comprender el sino de tu vida en el diván del psiquiatra.
Estrellada en la fortuna; ni siquiera un viaje, un capricho con el que emborracharse unos momentos y difuminar el paisaje de lo habitual, tan gris y apelmazado. Te imagino volando con la imaginación mientras leías los reportajes de lugares exóticos que te presentaba esta revista, vistiéndote con los grandes modistos y almorzando en los mejores restaurantes, porque la cartera mal te daba para pagar los libros de texto de tus hijos.

Y estás enamorada..., y a los cincuenta y tantos, que haces bien en coquetear y no decirme cuándo naciste. Parece que el sol por fin se ha decidido a salir para calentar tu piel helada. ¡Lo celebro tanto! Pronto serás abuela, a la vez que sientes rubor por la caricia de un hombre por el que enloqueces. Ahora comprendes la oportunidad de aquella nulidad matrimonial que te abre las puertas a una vida en común serena, aunque por razones físicas no pueda ser tan duradera como cuando tenías dieciocho años. Te animo a que des el paso, a que guardes en un cajón tu "dignidad" de señorona y disfrutes como una adolescente cuando te convide al cine, o cuando salgáis a pasear y os deis la mano si no hay testigos, o cuando os derritáis viendo atardecer en el puerto de Barcelona.

A veces miro hacia atrás, queridísima amiga, y veo mi vida como un río. Me siento entonces un buscador de oro, que con su platillo va separando el agua de las piedras y las piedras de las pepitas, que son muy pocas y pequeñas, pero que brillan con una intensidad que me dejan ciego. Esas pepitas son el amor, el amor que me dieron mis padres, el de mis hermanos y amigos, el amor de mi mujer. Tú también estás cargada de oro, pepitas que se han ido acumulando a lo largo de todos tus años: es el amor que te tuvieron tus padres, es el amor de tus hijos, es el amor de ese cincuentón que a su edad..., también se ha enamorado.
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