7 ene 2000

"Cójalo sin miedo", me animó la matrona mientras me ofrecía una carita arrebolada envuelta entre pliegues de lana azul. Me temblaron las piernas cuando por vez primera aproximé su pálpito diminuto contra mi pecho. Por su boca borbotaba un llanto sin lágrimas, un grito rabioso que parecía puro gozo por escuchar la capacidad de sus cuerdas vocales, desproporcionadas con su garganta chiquita. Entre los arrebujos de la toquilla asomaban unas manos reducidas y perfectas, de dedos largos y finos como los de su madre..., como los de su padre... Me temblaba la barbilla como a él, y mis ojos se humedecieron con un llanto extraño: lágrimas de alegría.

"Es rubio; se parece a su madre", aseguró la matrona sin prestar atención a mis emociones. La nariz, las orejas, los cachetes, el trazo de los ojos, las pestañas y las cejas transparentes son de ella..., son míos..., quién sabe en qué proporción. Aunque la piel finísima aún tenía restos de la lucha mantenida en el quirófano, le di uno..., mil besos no tan calientes como la sangre nueva que bombeaba incesante por la carretera de sus venas. Sabía que no tenía mucho tiempo, que la matrona se lo iba a llevar al nido de la clínica para el examen rutinario de los pediatras, pero quería alargar aquellos momentos. Apreté más fuerte al niño contra mi cuerpo, inseguro, sorprendido al descubrir lo que durante nueve meses nos había despertado tanta curiosidad: el rostro de nuestro hijo, sus primeras expresiones que hoy me hacen reír a carcajadas (cuando bosteza, cuando estornuda, cuando dormido sueña, cuando bota y rebota a causa del hipo, cuando se enfada y protesta con sonoridad vibrante, cuando disfruta de la placidez de sus primeros días). Al igual que en mi infancia, cuando mi madre encendía el interruptor de la luz del cuarto y nos avisaba de que era hora de levantarse, y los hermanos le pedíamos aquél "un poco más" enredados aún por el sueño, "un poco más", le supliqué a la matrona cuando adelantó sus manos profesionales para arrebatarme por unas horas a aquella criatura. Me estaba enamorando del bebé con un atracón de miradas.
Entonces sonaron los goznes de la puerta del paritorio y desvié la mirada de aquel tesoro para descubrir a otra enfermera que en sus brazos apretaba una vida sonrosada que parecía tener el cuerpo de algodón, del algodón blanco de otra toquilla. ¡Tuve la impresión de que en aquellos minutos venían uno..., dos..., mil niños como el mío a llenar de vida la vieja tierra!

Pronto supuse que se trataba de Carmen, la nieta que aguardaba un matrimonio rescatado de sus vacaciones en La Rioja por el fogonazo de la noticia del parto de su hija, que se había adelantado sin aviso. Unos minutos atrás, cuando el médico que atendía a mi mujer me indicó que el niño no quería salir y que debía aguardar en la sala de espera mientras le practicaba una cesárea, me despojé entristecido de la bata verde en la antesala del paritorio. Cuando me senté en una de las sillas de aquella habitación desangelada, los abuelos ya llevaban un largo rato. Notaron mi congoja, pues no cesaba de consultar la hora sin retener la posición de las agujas del reloj, de levantarme y volverme a sentar, así como de secar el sudor de las manos sobre el pantalón. "No vamos a permitir que pases solo este mal rato", me dijo él sin siquiera presentarse, "así que comenzaremos a charlar... Carmen será nuestra segunda nieta. La mayor nació hace año y medio..." Así surgió una de tantas conversaciones de hospital, de esas en las que unos y otros intercambiamos anécdotas y padecimientos, entregados al sino de aguardar el resultado de una intervención médica. No disiparon mi inquietud, pero aliviaron la angustia de la incertidumbre. Les noté satisfechos cuando arrancaron mi primera sonrisa, y no les importó que les dejara con la palabra en la boca en el momento en el que la matrona apareció en el umbral de la puerta de cristal esmerilado con aquella criatura, mi hijo, que por vez primera concentró toda mi atención, todas mis preocupaciones, toda mi alegría.

Pronto apareció Carmen, con forma de pompa de algodón. Los abuelos también saltaron de sus sillas como empujados por un resorte. Allí hubo lágrimas, congratulaciones, apretones de mano, abrazos y besos. No nos presentamos, no sé cómo se llaman ni dónde viven, aunque jamás se me borrarán del recuerdo de la vigilia por el primero de mis hijos.
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