5 feb 2000

Hace unos días fui padre, una condición que me acompañará siempre y que me reportará alegrías y quebraderos de cabeza como nada en esta vida. En los próximos meses me adivino consagrado a los pañales, a las noches entrecortadas por un llanto indolente, a las nanas y a otras canciones de repertorios que había olvidado en el rincón de mi infancia (¡qué lejana me aparece ahora...!), a no quitar los ojos de encima del pequeño la mayor parte de las horas, a la carcajada ante el espectáculo lleno de espontaneidad de quien va descubriendo la vida entre los objetos de la casa y en su mismo cuerpo blando y relleno, que parece un almohadón de buenas plumas. Son tiempos de peluches, de habitación pintada de celeste, de chapoteos en la bañera sin dejar de jugar ni siquiera cuando se le llenen los ojos de champú.

Sé que este ambiente inocente cambiará, pues los hijos crecen y amplían su campo de visión más allá de las figuras hoy plenipotenciarias de los padres, y se encaprichan de amigos, objetos y realidades que están más allá del cuarto con los ositos pintados en la pared, desentendiéndose con frecuencia de la autoridad paterna, que hasta entonces es para ellos ecuánime y necesaria. No me pongo trágico..., estoy convencido de que si consigo unas relaciones familiares estables, esa época reportará mayores satisfacciones que la de ahora, en la que, al fin y al cabo, nos hemos hecho cargo de un inconsciente tragón que nos obligará a aprender un idioma naïff y figurativo que nada aportará a nuestro currículum profesional.
Pero soy testigo de la tiranía que los niños son capaces de establecer dentro de una familia (y no me apetece que en mi hogar se apoderen de ese estatus de reyezuelos caprichosos), tiranía que socava la paz y la cordura de algunos padres que han perdido toda autoridad frente a la televisión, al horario y a su cartera, por poner tres ejemplos corrientes. La dictadura del capricho no tiene fondo, y si no se ataja en sus primeros brotes, se pagan las consecuencias con una condena agotadora que empieza cuando el tirano aprende a poner pronombres posesivos en primera persona ("mío..."), y no termina hasta que se emancipa -¡por fin!- una vez agotadas paciencia y ahorros, primero en sus juguetes, después en sus ropas de marca y, por último, en sus estudios de postgrado en los centros más caros.

El siglo que termina ha sido rico en teorías sobre la educación infantil: educación mixta o sexada..., educación del tortazo o del consenso..., escuelas rígidas o desenfadadas..., abandono de las lenguas clásicas o vuelta al griego y al latín..., y un sin fin de probaturas que sufrieron un numeroso plantel de niños que hoy están al cargo de la administración y de las empresas de nuestro país. Yo siento melancolía y agradecimiento al recordar a mis maestros de escuela, porque de ellos recibí pocas bofetadas y numerosas oportunidades y confianzas que no siempre aproveché ni merecí. Me educaron en un ambiente de responsabilidad personal y atención individualizada, en el que mi familia debía completar la labor educativa del colegio, con el que formaba un tándem en el que no prevalecían especialmente los caprichos, a pesar de que la bonanza económica de muchos de mis compañeros de clase (aunque estoy convencido de que entre ellos surgieron incontables reyezuelos que han dominado la voluntad de sus progenitores al grito de "¡quiero esto..., y esto..., y esto...!", porque los planes educativos sólo funcionan cuando los padres se comprometen a darles continuidad en el hogar. Supongo que yo también sufrí el deseo impaciente de proclamarme flamante dictador de la casa, pero al poco me bajaron del pedestal de un pescozón...)

No puedo evitar mi asombro al descubrir la prevención de los progenitores de hoy a que sus hijos sean contenidos en sus pretensiones de poseer cada vez más cosas. Esta conducta tiene un afán: que los niños no se sientan desplazados por ningún complejo relativo a la estrechez de dinero. Los padres examinan a los pequeños con lupa de laboratorio, pendientes de todos sus gestos, dirigiéndoles desde que nacen hacia el hombre y mujer que desean en el futuro: una persona integrada en la sociedad de entonces (que, en principio, estará mucho más enriquecida que la nuestra), disciplinada con lo público, sin demasiados ideales, incapaz de tomar iniciativas a favor de un cambio si éste fuese necesario. Y para que un niño crezca en ese ambiente placentero de irresponsabilidad, no hay otra ley que comprarle todo aquello que sus compañeros poseen, todo aquello con lo que la publicidad le embauca, permitiéndole vivir con la familia sin compromisos que desdigan del sistema de igualdad en el que se desenvuelve su blanda y caprichosa existencia, evitando así cualquier enfrentamiento paterno-filial.

Me doy cuenta de que mi vida avanza...; nunca imaginé que escribiría sobre la educación de los menores. Pero al asomarme a la cuna de mi hijo, adivino en su futuro un mundo todavía más intercomunicado que el nuestro, y no quisiera hacer de él un pobre desgraciado ahogado en un apetito insaciable de bienestar. Se aproximan tiempos en los que la solidaridad con los que no comparten la misma fortuna será una de las razones para la felicidad verdadera. Mientras tanto, velaré por él.
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