26 ago 2000

Una de las más bonitas metáforas sobre la vida es aquella que la identifica con un viaje, una peregrinación que tiene un momento de partida -el nacimiento- y una llegada -la muerte-. Según esta poético análisis, tan utilizado por los cristianos, los hombres somos caminantes a lo largo de una azarosa ruta, vivir, que no es un sino absurdo, un devenir, ni consiste en coleccionar curiosidades, destinos, casualidades, sino aproximarse paso a paso a la ventura de la tierra nueva, donde el llanto no tiene cabida. Cualquier etapa en la travesía es importante, ya que todos los hombres tienen un valor infinito para Dios, desde los niños que coleccionan méritos por el mero hecho de vivir, hasta los ancianos que han perdido el juicio y regresan a una infancia gastada y lenta. Pero es en la plenitud de nuestras facultades cuando supongo a Dios complacido por nuestros actos buenos, sobre todo durante la juventud, etapa en la que elegimos el talante que suele perdurar a lo largo de toda la vida. En la juventud se toman las grandes decisiones: se eligen los estudios para nuestra futura profesión, se determinan los ideales humanísticos y políticos y el corazón se entrega a una persona con intención de que el amor dure para siempre. Los merecimientos adquieren una especial dimensión, por encima de la inocencia infantil o senil, pues son consecuencia de una apuesta consciente y sin condiciones, y el no poner dimes ni diretes a los sueños, a los idearios y al corazón son rasgos que puede extender la juventud (el espíritu de la juventud) por encima de los años que van pasando. Si resulta cómico un adulto con mentalidad y comportamientos de niño, y patético un anciano prematuro, no hay nada más atractivo que un joven sin edad, proyectado más allá de la adolescencia, de la juventud y de la madurez.
No cabe duda de que el estado del bienestar, este reino del márketing y del consumo, encarcela el idealismo de los jóvenes que, pervertidos por la comodidad y el emplasto de una sociedad sostenida en la apariencia y el disfrute inmediato (donde la trascendencia resulta arcaica), confunden la rebeldía con manifestaciones de desorden social, con el aburguesamiento y con un desinterés patético por la cultura. Pero cada cuatro años tañe un aldabonazo que sacude de alguna manera el aturdimiento de la juventud: son las convocatorias con las que el Papa moviliza en peregrinación a los jóvenes del mundo, de Roma a Buenos Aires, de Buenos Aires a Santiago de Compostela, de Santiago a Chestocova, de Chestocova a Denver, y desde allí a Manila, y de Manila a París, y de París a Roma, cerrando un ciclo como se cierra una vida, el ciclo de la llamada, que en el siglo XXI será el de la esperanza, cuando esos jóvenes -todos los millones que peregrinan por el planeta- se hayan templado con los años, manteniendo una talante que poco tiene que ver con los eslóganes de felicidad y libertad que proponen las campañas publicitarias que han tejido el espíritu adormilado de la juventud urbana del final del milenio.

Los signos externos indican que este papado sorprendente toca a su fin. En el ocaso de un reinado de servicio, Juan Pablo ha invitado a la humanidad a profundizar en la conversión durante este año del Gran Jubileo. Un jubileo es una peregrinación, como la vida, y la peregrinación del 2000 conduce a la fuerza hacia Roma, donde el Papa aguarda a sus invitados preferidos, que en unos días condensarán la esencia misma de su existencia, que apunta al encuentro definitivo con Quien es centro y eje de la Historia. Desde el primero de sus periplos fuera de Roma, es tradicional en los viajes apostólicos del Papa un encuentro con los jóvenes del país que visita. Así lo hizo en su Polonia natal, aún bajo la bota soviética; en la primera visita a París, cuando entabló un diálogo sorprendente con los jóvenes del paradigma de sociedad redimida por el laicismo; o en Casablanca, cuando compartió con ochenta mil jóvenes musulmanes la universalidad de la dignidad del hombre. Fue en la segunda fase de su pontificado cuando institucionalizó el peregrinaje de las Jornadas Mundiales de la Juventud, e hizo de ellas mil caminos por tierra, mar y aire con un solo destino: la búsqueda del sentido primero y último de la vida, un renacer en el ideal del hombre, la verificación de la metáfora sobre la vida, en la que caminamos hacia un destino seguro: el abrazo y la compañía de Dios como respuesta a todos nuestros azarosos tropezones.
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