3 nov 2000

La vida cambia de generación en generación. Los nobles y plebeyos del siglo XVI se echaban las manos a la cabeza con la conducta de sus hijos. Lo narra Ivo Andric en "Un puente sobre el Drina", donde traza la historia de la ciudad bosnia de Visegrad, en la que musulmanes, serbios y judíos se sorprenden con la dificultad de los jóvenes para conservar inalterables las costumbres. No necesitamos viajar al costado de Europa para constatar que los adultos siempre suspiran ante los cambios irreversibles en la manera de vivir de sus hijos; basta observar a nuestras familias.
Mi abuela, por hablar de mi árbol genealógico, apenas fue al colegio. Recibía las lecciones en casa junto a sus hermanos. En el chalé de la calle O'donell había habitaciones para que los niños se aplicaran en los pupitres, un gimnasio donde -instruidos por un viejo boxeador caribeño- practicaban ejercicios, y un parque (además del Retiro) en el que se desfogaban de los libros. Sus padres consideraban más importantes los juegos que hacer de los niños futuros hombres de negocios, desenfado que aún se nota en el divertido carácter de mi abuela. Si bien sentía adoración por sus padres, les veía poco y a horas establecidas, cuando, por ejemplo, les acompañaba de visita a casa de parientes a los que era obligado tratar. La Guerra Civil arrasó aquel paraíso urbano, y la furia de los milicianos obligó a que la familia se hiciera una piña, dando comienzo un trato más intenso bajo el zumbido de las balas.
Mi madre, de niña, no necesitó una guerra para tratar más con sus progenitores, pero desayunaba, comía, merendaba y cenaba en otro comedor, junto con sus hermanos y las clásicas tatas. Estudió en el colegio, y tenía dos momentos reservados para sus padres: al final de la mañana y antes de dormir, sin que variara demasiado la costumbre durante el fin de semana. Sólo en el verano se olvidaban de formalismos aunque, gracias a las amas y a las señoritas de compañía, los niños iban a bañarse al río, a cazar ranas o a dormir la siesta en horarios que no perturbaran ni el descanso ni las conversaciones de los mayores.

Cuando nací los pisos no disponían de dos comedores, así que los niños sólo teníamos la cocina como apeadero para almorzar con gritos, lloros y demoras. Dispusimos de una maravillosa mujer que cuidaba de los cinco, pero cuando marchó para casarse mi madre no contrató sustituta, porque el sueldo de mi padre no se podía estirar más. A partir de entonces, se nos abrió la puerta del cuarto de dormir y jugar, y fuimos ocupando el resto de la casa.

En la última rama del árbol, la de nuestros hijos, no existen las tatas ni las amas de cría. A lo sumo una chica venida del otro lado del mundo que, además de la limpiar el piso y cocinar, hace lo que puede para cuidar a los niños mientras los padres luchamos en la oficina. Los pisos ni siquiera tienen comedor, a pesar de que cuestan proporcionalmente como los palacios de antaño, sino una habitación multiuso donde se come, se juega, se lee el periódico, se ve la televisión, se esparcen migas de pan, se conversa con los amigos, se discute, se ríe, se restriegan los sillones con piruleta, se echan unas manos de cartas, se cose, se hacen cenas de negocios, se dibujan las paredes con rotulador y aun todo lo imaginable. Los peques van al colegio antes de aprender a hablar, pero los fines de semana, cuando la chica descansa, entran en el dormitorio de los padres a las ocho de la mañana. Mientras el marido sale al parque con ojeras, niños, triciclos y bicicletas, la mujer aprovecha para hacer las camas y poner una olla en el fuego, y mientras la mujer echa una cabezada después del almuerzo, el marido saca el lavaplatos u ordena los armarios.

Es inútil suspirar esa insatisfacción que asegura que todo tiempo pasado fue mejor, a pesar de que mi abuela insista en lo divertida que era la gimnasia con el boxeador "negrito", o que para mi madre los niños se entretuviesen más en los cuarenta, gracias a las muñecas de cartón-piedra y a los juguetes de latón. Yo también tengo mis nostalgias de infancia: me entristece lo difícil que resulta que nuestros hijos vean una vaca, compren golosinas con cinco pesetas o disfruten una tarde en la sesión continua de un cine de barrio. Pero la vida es así, con sus cambios. Puede que el roce continuo de padres e hijos nos haga a todos mejores, pues los adultos recuperan a la fuerza la candidez del comienzo de la vida, y los niños descubren mucho antes que sus progenitores no pueden cazar las estrellas, pero que a cambio les entregan hasta la última gota de su ser.
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