20 jun 2002

Cuando consigo impresionarme con la lectura del periódico -confieso que a fuerza de repetición en el contenido de los titulares, uno va perdiendo frescura e inocencia-, lo pliego sobrecogido. Tan sólo los fines de semana, con sus suplementos lúdicos en los que se nos ofrece el mundo desde otras miradas más amables, nos damos un respiro al diario chaparrón de asesinatos, atentados, guerras, guerrillas, insultos, mentiras, ultras y sillas de estadio volando por los aires. La violencia impregna los usos de nuestra sociedad, y los que mandan, cuando la sangre les salpica, urgen la confección de nuevas leyes, parches que garanticen que el puñetazo, la paliza o el tiro en la nuca no sobrepasen los recintos en los que se sobreentienden que deben quedar encerrados (en unos casos, las calles de las ciudades y pueblos vascos; en otros, aquellas regiones del planeta donde lo habitual es caminar entre suicidas y militares en estado de alerta; en los menos, los estadios de fútbol cuando los equipos de cabeza se disputan el alirón). Los maestros denuncian que las aulas en donde años a se desenrollaban los mapas de Europa para que los alumnos soñaran con un continente que era una promesa de progreso y bienestar, se han convertido en callejuelas dominadas por matones de medio pelo, y nos cuentan que las edades más conflictivas del escolar son los trece y los catorce años (¡dulce inocencia de canicas y cromos!).

Como ocurre con todo lo vertebral, no hay líderes que se presten a coger al toro por los cuernos. Si las cámaras de televisión no hubiesen retransmitido las imágenes en las que un jugador devolvía a puntapiés el mal trato recibido de un hincha cabreado, un par de semanas de suspensión y como si nada. ¿A caso las peñas ultras son un fenómeno de esta temporada? ¿No han nacido, crecido y se han enquistado ante el silencio complaciente de los que mandaron durante los últimos lustros? A mí el fútbol no me interesa apenas, pero desde joven asocio el invierno con la liga y las copas, y a éstas con una afición sana a la que se le suman pandillas de energúmenos de cerebro vacío, capaces de mezclar el deporte con una representación cutre de modismos nazis o anarquistas.
Sucede algo parecido con los que aprovechan el amparo de la noche y el pasamontañas para lanzar tuercas y botellas explosivas. Si apuntaran hacia las viviendas de quienes no son sus objetivos "oficiales", puede que otro gallo cantara en los tristes fines de semana del País Vasco. Sin embargo, queman cajeros, arrasan cabinas telefónicas y dan rienda suelta a sus deseos más cavernosos con la misma naturalidad con la que podrían jugarse una ronda de cervezas a los dados, amparándose en años de costumbre en los que su maldito juego les viene saliendo gratis.

No me extraña que reine la sensación de que la prevención contra la violencia se reduce a tapar con algodón los boquetes que resquebrajan el muro de la convivencia que, por otro lado, está construido con material más frágil que la pasta de papel. Ojalá, por una vez, los políticos olvidaran los intereses partidistas, las encuestas, los sondeos de opinión, y se enfrentaran a las raíces del problema. No es una amenaza, sino una advertencia: los agredidos por los que impunemente imponen la ley del más fuerte, al no encontrar protec
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