6 jul 2002

"Está usted llamando a la policía municipal. Todos nuestros agentes están ocupados. Dentro de unos instantes atenderemos su llamada". Aguardé al menos ocho minutos escuchando esa cantilena repetida hasta que una telefonista, con un tono de voz aburrido, me dio paso a un policía. Gracias al cielo, no llamaba para anunciar que un ciudadano se estaba desangrando bajo la luz anaranjada de una farola, ni que el piso de nuestros vecinos estaba siendo asaltado con ellos dentro, sino para denunciar el jaleo que, noche tras noche, nos regalan los muchachos del botellón en el parque de enfrente a nuestra casa. Esta minucia me recordó que, en cierta manera, hemos nacido para esperar, porque el hombre está preso en la cárcel del tiempo. Saber esperar debería ser una de las primeras y más importantes lecciones para enseñar a los niños.

Si pienso en todo lo que estoy esperando últimamente, me sale un rosario completo: esa novela que el editor me anuncia y que cada mes ve retrasada su publicación; las vacaciones que, en su cercanía, parecen burlarse de mi cansancio; el deseo familiar de contar con un rincón entre montañas y bosques donde oxigenarnos de humos que, por el momento, no avanza en su proceso del sueño a la realidad; la visita al dentista que voy demorando desde hace cuatro años; el eterno compromiso interior de practicar algún ejercicio que me cuide de los estragos del colesterol; ese año sabático dedicado a mi mujer y a mis hijos, complementado con interminables sesiones de pintura y música; los libros que se acumulan en la biblioteca aguardando turno y que nunca llego a leer a causa de las maleducadas novedades, que se prenden a mis manos como por arte de magia; esa tarde en la que debería renovar mi vestuario..., y así, hasta un centenar de cosas poco importantes pero que, en suma, son las que hacen que mi vida sea mi vida.
La paciencia se cataloga como virtud, es decir, un acto bueno en sí mismo del que deberíamos adueñarnos. Un hombre paciente, que sabe esperar, vive entregado al presente y disfruta el instante en vez de angustiarse con las incógnitas del futuro. Quien sabe esperar, tiene ganada la mitad de todas sus batallas, incluso cuando lo que uno espera es malo o, siendo bueno, se convierte en lo contrario que deseaba pues, al menos, se ahorra la frustración del adelanto, ese estúpido anticipo de vivir con los pies en el suelo del hoy y la cabeza entre los soles y los nubarrones del mañana.

Los más jóvenes, por ejemplo, desconocen la palabra espera, y más que asimilar esa constancia de la vida, se lanzan a probaturas con las que creen colarse hasta ocupar el primer turno de la fila. Por falta de paciencia, cometemos muchos de los grandes errores de nuestra vida y quienes no superan esa etapa del impulso y la equivocación, terminan lastrando sus más nobles sueños. Pienso ahora en todos esos empresarios que, entre los treinta y los cuarenta, se ven envueltos en los gravísimos escándalos financieros que hacen vomitar los porcentajes de mínimos de las bolsas mundiales. Estoy convencido de que en las escuelas de negocios en las que consiguieron sus brillantes títulos, les hablarían de ética. En la ética de un empresario, la paciencia ocupa un lugar de privilegio: en los negocios nada se consigue de un plumazo, salvo que de por medio se mezcle la mentira, el abuso o el soborno. Porque la codicia lleva emparejada la impaciencia, el deseo libidinoso de amasar fortuna cuanto antes. Lo malo es que el fruto podrido de esas conductas nos lo comemos los pequeños ahorradores, que somos, a fin de cuentas, quienes debemos seguir creyendo que la paciencia depositada en nuestras acciones, fondos o pensiones se verá algún día correspondida, a pesar de este presente inquietante.
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