4 oct 2002

Dicen que después de las sentidas lágrimas por el muerto, la familia se divide a murmurar en corrillos, a soñar en voz alta si serán por fin dueños del reloj de cuerda, de las perlas de la bisabuela, de la casa de campo en Jerez (si es que la hay) y hasta de los mediocres ceniceros del cuarto de estar. El muerto al hoyo -al cielo, esperamos- y los vivos a romper en mil pedazos la paz familiar a partir del instante en el que se hacen cargo del nuevo título que les acaba de legar el destino: el de herederos.

Según el dicho popular, para preguntar a alguien por sus relaciones familiares hay que esperar al momento de una herencia. Lo que antes eran comidas en común, Navidades vividas como un clan, veraneos de primos y primos segundos, de sopetón se convierte en recelos por unas cucharillas de alpaca, en murmuraciones a causa de las sábanas de hilo y las alfombras de nudo, en injurias por un bronce de firma o una lámpara de cristal y hasta en odio si las posesiones a repartir son aún de mayor valor. Me da la sensación de que casi ninguno nos libramos de la maldición de las herencias, que todos podríamos contar situaciones que dan lástima, en las que los hermanos se dejan de hablar con los hermanos y hasta los padres prohiben a sus hijos volverse a tratar con aquellos primos con los que jugaron durante los mejores momentos de su infancia. Y todo por un reloj de bolsillo o por un cuadro de barnices amarillentos..., y también por un Goya o una ristra de millones.
El reparto de las herencias es el momento en el que explotan los dimes y diretes, y de pronto a todos los parientes les nace una memoria prodigiosa para recordar hasta el último feo que a lo largo de la vida han soportado de unos y de otros. Aquel tío tan humano y bonachón se convierte en un avaro desleal, y la cuñada siempre tan atenta con nuestros niños, en una bruja que quiere llevarse la mejor parte. Los avispados desempolvan viejos tratos con el difunto de los que en su día no hubo testigos -una última voluntad firmada con el pulso sospechosamente tembloroso-, que les permiten llevarse a sus casas el mueble cotizado, unas acciones o el dinero que el finado guardaba en un calcetín. Comienza la guerra, y se juran unos a otros odio perpetuo, y se borran de las agendas las fechas de los cumpleaños, porque nunca más habrá una felicitación, una palabra amable con el que se ha convertido, tras el funeral, en nuestro mayor enemigo.

Me gustaría asomarme al más allá para contemplar el semblante del alma recién llegada. Puede que sea una abuela que ha conseguido el bienestar de los suyos tras una vida de renuncias y esfuerzos. Tal vez sea un padre que creía haber dejado en el mundo una familia unida, con el futuro garantizado por el dinero que ahorró y decidió no gastarse para que lo disfrutaran los suyos en armonía... Qué rictus de asombro al contemplar cómo se tiran con la mirada balas encendidas en fuego verde, cómo se critican, cómo se insultan, cómo arrancan las mangas de los viejos abrigos de piel, como si su familia fuese de repente peor que las caprichosas hijas de la madrastra de Cenicienta.

No sé si cuando sea mayor pensaré en mis hijos mientras me visto. A lo mejor dejan de hablarse por la corbata que contemplo en el espejo mientras me la anudo. ¿Azuzarán a mis futuros nietos para que luchen por unos gemelos de plata? ¿Se tirarán de los pelos mis posibles nueras a causa de algún vestido de mi mujer? Me entra la risa, porque si ocurriera esta caricatura que les estoy relatando, es que ni mis hijos, ni mis posibles nueras o yernos, ni mis futuros nietos habrán comprendido que la vida pasa ligera, muy rápido, y que un cuadro arrancado de la pared de mala manera, o un abrigo que roe la conciencia cada vez que se viste, es lo más triste que puede legar un muerto. Son ataduras, miserias, herrumbre de cosas viejas, polilla que todo lo desmiga, vacío y descomposición que nos impiden heredar lo que casi siempre nos dejan los que se van: todo el amor derramado a lo largo de su amable pasar por la tierra.
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