4 dic 2002

Soy un viajero imaginario de Argentina. Nunca he pisado sus pagos, que dirían allá, más siento un secreto lazo de unión con aquella tierra que es casi medio continente, donde han dulcificado el castellano, regalándole la musicalidad que nuestra rudeza espanta. Desde chico me fascinó su imagen más pictórica, ese Martín Fierro, quijote de bombacho, cinturón ancho de cuero tachonado de monedas de plata, pocho, botas y espuela, pañuelo al cuello y el sombrero de ala vuelta de panza de burro. Parece un contrasentido que gusten las penas, mas a mí como a miles de lectores me cautivó la tristeza del vaquero en su peregrinación a través de la desolada pampa, sus ayes y el bordón de su vidala. Era argentino de tierra adentro, olía a potro y a vaca y se ponía a recitar al calor de la lumbre después de haber tomado mate. Martín Fierro reflejaba una vida de aventura y soledad.

Más tarde descubrí al argentino cosmopolita, aquel que habita Buenos Aires, una mezcla de cuento mágico de Borges con funcionario de traje marrón y corbata pasada de moda. El tango melancólico de frases rotas, los apellidos de más allá del Río de la Plata con ese regusto a Europa, las exageraciones y lo presuntuoso de quien reniega del gaucho porque sólo quiere saber de la urbe y del diván del psicoanalista. Reconozco al bonaerense de pretendidas sangres arias, ajeno a los quichuas que ahora se mueren de hambre en provincias, en el melancólico Tucumán de los Yupanquis, lugar de troveros, de Juanito Laguna y otros indiecitos cantados en las voces de Cafrune, el turco, y del quejumbroso Larralde.Quién no es capaz, en estos momentos, de imaginarse las penas de esas mujeres que lavan la ropa en el río, aquellas de la única pollera, que mendigan un mendrugo para el guricito de piel tostada y ojitos de yacaré. Con las imágenes que nos brindan los medios de comunicación, la tragedia de Tucumán palpita en nuestros hogares como cuando hace años sonaban los discos de treinta y tres revoluciones. Argentina inunda el televisor y despega desde las páginas de los periódicos. No el país de las vacas, ni el de las infinitas praderas. No la Argentina del tigre borgiano y sus laberintos, ni la de la corrupción, maldita corrupción, de todos los estamentos sociales, sino la del corazón del hambre, la del mate amargo, la de la polvareda y el viento huracanado. No es la Argentina del chalchal ni otras aves cantarinas. Es la del llanto de niño, madre y padre, la que nos mueve a gritar melancolías con ritmo de chacarera y sabor de pellejo de oveja vieja. Pobre Argentina; pobres Argentinos; pobre tierra imaginada y pobres niños de poca carne y hueso. La pucha, que dicen allá, la pucha por quien se llevó los pesos, por quienes prometen y no cumplen, por quienes roban el pan de los pobres.

Ahora que se acerca la Navidad entre fulgores de Visa, quiero acordarme de Argentina. En Tucumán celebrarán las fiestas de a poquito. No faltará el villancico ni el trago. Tañerán las campanas para la misa del gallo y habrá quien se invente un belén de nieve bajo aquel sol veraniego. Por quienes sufren el hambre tucumana quisiera darle menos oportunidades a mi tarjeta de crédito. No sé si lo que no me gaste llegará a sus platos. Seguramente no. Pero me quedará, como una tonada, la oportunidad de no sentirme tan miserablemente rico.
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