2 sept 2003

Mis hijos se encaraman a la ventanilla del coche. ¡Una vaca!, grita uno de ellos. El más pequeño señala al rumiante, que pace a sus anchas en un prado. Sienten la misma emoción impulsiva cuando bordeamos una cerca por la que se asoma un asno de mirada triste y pezuñas blandas. Y con las gallinas de la señora Rosa, que cacarean cuando su ama les echa peladuras y despojos. Apenas pueden contener el aliento ante la jaula en la que Fraterno engorda un puñado de conejos, destinados al puchero del próximo invierno, y hacen sus conjeturas sobre las cambiantes formas de las cagarrutas de cada uno de estos animales domésticos. En la guardería tienen un pez, Séneca lo ha bautizado la profesora, de escamas anaranjadas, y en la granja escuela de las primeras semanas de vacaciones han acariciado el suave plumón de un pollo de pato y han correteado detrás de un lechón. En casa también tenemos animales, una pareja de agapornis que han criado dos loritos que nos despiertan con sus desafinadas voces, y algún vecino se acompaña por un perro tobillero, que hace las delicias de mis hijos cuando les echa las patas sobre los hombros para chupetearles la sonrisa. Sin embargo, las vacas, los burros, las gallinas de doña Rosa, los conejos y las rapaces que se suspenden contra el viento, especies autóctonas de la vieja Iberia, son una novedad para ellos, ya que sólo las contemplan durante las vacaciones de verano, cuando tenemos oportunidad de abandonar el monstruoso asfalto.

Observo a los niños a través del retrovisor con cierta melancolía. Son los últimos testigos de las costumbres atávicas de la España rural. Las aldeas, con sus animales domésticos, son barcas a la deriva, salvo en verano, cuando los capitalinos nos hacemos con las reservas de hoteles y posadas, en busca de la autenticidad del campo. Mi mirada avezada descubre cada agosto que quedan menos vacas, que el rucio de la cerca está tiñoso y viejo, que doña Rosa va vendiendo sus gallinas porque no puede con el precio del grano. Y es que somos Europa, un maremagnun de repartos y cuotas, de subvenciones para que no siembres, para que no coseches, para que no produzcas. Aseguran que nos convertiremos en un país de servicios, volcado en el turismo, y entre turistas no tiene sitio las vacas cagonas, sino esos caballitos de exposición que no manchan ni relinchan. Imagino la piel de toro transformada en un inmenso parque temático, la meseta transfigurada en un campo de golf sin horizontes, nuestras costas como refugio para los vecinos ricos y las islas, tan promocionadas en Munich y Dublín, paraíso de las clases medias. Y siento náuseas.Los pasados meses hemos vivido un acalorado debate sobre el contenido del preámbulo de la Constitución europea, lo que demuestra que aún no tenemos identificados los pilares sobre los que se asienta este proyecto común. Aunque nuestros políticos carezcan de visión antropológica –se creen meros gestores de dinero ajeno-, Europa es algo más que una división de funciones productivas. Pretenden que la idiosincrasia de los pueblos se simplifique en el traje regional del día de feria, porque para la economía están ellos, que deciden cuánto y en qué trabaja cada país. Diseñan programas, reparten impuestos, se cuelgan medallas sin molestarse en reflexionar sobre nuestras raíces, porque no les interesan los muertos que nos han conducido a este mapa sin fronteras. Polonia, Rumanía, Checoslovaquia..., cada una de las naciones que se han incorporado o se van a incorporar a la caja común, no sólo aportan mano de obra barata, una leche más económica que la asturiana o unos cereales competitivos frente a los de los del secano español. Traen un concepto de la vida, unas creencias, unas costumbres, unos sufrimientos y unos afanes que podrían enriquecer nuestro corta visión, ese mecánico dividir funciones, esa simplona sentencia que nos condena a ser destino para turistas mientras los lituanos, por poner un ejemplo, continúan fraguando el acero de sol a sol; caprichos de la geografía.

Mis hijos se asombran ante la vaca postrera, que rumia los últimos pastos. Sus ojos tontorrones y brillantes han contemplado la transformación de sus amos, que ahora reciben dinero a cambio de limpiar los establos. Es una vaca solitaria, la última de un rebaño. Y su leche resulta un lujoso capricho frente a la que producen sus parientes del norte de Europa.
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