17 nov 2003

En el periodismo, como en todo, hay oportunistas que, desde la atalaya de sus columnas, micrófonos de radio y sillones de plató, se cobijan bajo el árbol que más les conviene. El anuncio de la boda del Príncipe de Asturias ha desatado toda una caterva de opiniones, la mayoría de ellas gratuitas, sobre la idoneidad de la escogida y, lo que es más grave, sobre el papel que desempeña don Felipe, hasta el punto de que más de uno ha lanzado un aviso de navegantes al advertir que el heredero “aún no ha demostrado su validez”. Como sustento a tan osada conclusión, ponen como ejemplo la trayectoria de su padre, el Rey. Y me pregunto, ¿acaso no viene pisando las huellas de don Juan Carlos desde el mismo día de su nacimiento? Estos voceadores de lo correcto, evocan la intentona golpista del 23 de febrero como el día en el que don Juan Carlos justificó su reinado, en duda hasta entonces por el origen de su designación. La actitud del Rey, al exigir la suspensión de aquella tragicomedia de tanque y galón, fue la única que cabía esperar: firme y serena. Don Felipe, para quien lo haya olvidado, fue uno de sus pocos testigos. Con el sueño de los trece años abrazado a sus pestañas, contempló la resolución de su padre durante aquella noche que no acababa nunca.

La Constitución fija los cometidos de la monarquía parlamentaria. Los ciudadanos no le pedimos al Rey –y por ende, tampoco al heredero- ninguna actitud extraordinaria más allá de sus atribuciones. Los monarcas y sus hijos, en especial el Príncipe de Asturias por su responsabilidad dinástica, juegan el papel que les corresponde dentro de la cambiante normalidad de los días, tanto en numerosos actos oficiales como ostentando la representación de nuestro país a lo largo y ancho del mundo. Su presencia no sólo agrada, sino que honra lo mismo un torneo deportivo como una recepción a cualquier mandatario extranjero; en un desfile militar como con el abrazo solidario en los luctuosos acontecimientos que han jalonado de pesar estos últimos veinticinco años.A juzgar por el prestigio de la corona, dentro y fuera de nuestras fronteras, la fórmula es la acertada. Sus miembros no sólo no han propiciado un solo escándalo, fisura por donde se resquebrajan otros reinados de pretendida mayor solvencia, sino que han sido clave para la superación de las heridas que aún manaban a chorros en un no muy lejano 1975. La prosperidad económica de la que disfrutamos desde hace años, no es mérito exclusivo de nuestros gobernantes, entre los que hemos tenido, por cierto, republicanos confesos, sino también de quienes actúan como mediadores de nuestros empresarios en cada uno de sus viajes oficiales.

La división entre los españoles dejó tan infausta huella, que sería estúpido desear otra algarada cuartelera para probar la fidelidad del Príncipe o sus capacidades mediadoras. Nadie duda que ha recibido una educación privilegiada, pero tampoco nadie puede argumentar que no la ha aprovechado, lo que le ha servido para cumplir notablemente las misiones que le son encomendadas, entre las que sólo añoro una mayor y más continuada cercanía a los que sufren. Como botón de muestra de su buen hacer, basta su presencia incansable en cada toma de posesión de los presidentes de república iberoamericanos. El Príncipe ofrece su apoyo al desarrollo democrático de unas naciones de las que nuestro país nunca se sentirá desligado.

Qué fácil dejar llevarse por el oportunismo, opinar sin ton ni son, sin criterio ni responsabilidad sobre uno de los cimientos de nuestra convivencia. Qué fácil llenarse la boca con la frase más original, con el comentario más chisposo. Qué difícil, como en todo, mostrarse leal y agradecido.
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