7 may 2004

En tiempo de elecciones, los partidos políticos se retan con curiosos alardes. Por ejemplo, el número de mujeres que componen sus listas. La presencia femenina les gusta tanto –al menos en la teoría–, que algunos presumen de alcanzar una cuota del cincuenta por ciento, como si esa cifra fuese el nivel máximo de la progresía. Les confieso que este tipo de juegos matemáticos siempre me ha producido asombro, pues creo que no es un mérito el número de faldas y pantalones que adornen el nuevo gobierno o los bancos del hemiciclo, sino el buen hacer de quienes los visten. Otra cosa es que sea incuestionable que la mujer ha despuntado en todos los órdenes de la vida, y en la política no se ha quedado a la zaga. Aunque no me gusta generalizar, a un trabajo considerado históricamente coto de varones ellas han aportado las características propias de la feminidad: análisis, delicadeza, tenacidad, audacia, laboriosidad, pragmatismo...

Si alguna mujer consiguiera gobernar el país como la mía gobierna mi casa, les aseguro que me afiliaría a sus siglas y haría incansable propaganda de su causa. En las más importantes –por íntimas– parcelas de la vida, es la mujer quien tiene un conocimiento más ponderado de las cosas. Estoy convencido de que serán ellas las que impulsen, de verdad, una política de protección de la familia que alcance, al menos, la calidad que disfrutan los países más desarrollados de Europa. En sus manos estará, también, un sistema educativo que haga de nuestros hijos personas de bien y provecho, y una decidida política de defensa de la vida, para que no exista quien se vea conducida a abortar por desprotección o falta de amparo, situación en la que hoy se encuentran la mayoría de las chicas que pasan por esas salas de torturas fetales a las que llaman “clínicas”. Las mujeres son imprescindibles en las filas de los partidos políticos, pero no por una cuestión de cuotas, sino de efectividad. No vaya a ser que, si abandonamos este asunto a los porcentajes, los hombres nos veamos obligados a sacar la pancarta en pro de nuestro respectivo cincuenta por ciento.Algunos hogares se han contagiado de esta milimétrica división del poder y las obligaciones, lo que no considero sano, ya que hombres y mujeres están capacitados para llevar a cabo cualquier tarea, por más que en el pasado fueran adjudicadas a un solo sexo. Como en casa nos dejamos llevar por la lógica, es mi esposa la que maneja las finanzas familiares –con los números, soy un desastre-, la que decide el destino de los pocos ahorros que logramos algún mes y quien lleva la contabilidad de los recibos. Reconozco que también es ella la que trata con la chica que nos ayuda en las tareas del hogar, la que elige la película cuando vamos al cine –cuánto siento que le gusten las americanas de acción...–, o quien decide el menú.

Alguna vez ha dejado en mis manos la cuestión culinaria, que irremediablemente comienza en el supermercado, donde una familia debe abastecerse con cabeza y poco dinero. Si ella es capaz de multiplicar por dos la capacidad de sesenta euros, yo, sin embargo, con el mismo dinero en la cartera regreso a casa acompañado por un paquete de cuarenta rollos de papel higiénico, ocho cajas de distintos cereales y un sin fin de fruslerías de difícil aplicación en la dieta mediterránea. Convencido de haber hecho el agosto, tardo en comprender la razón de su ceño al descubrir el contenido de las bolsas. Eso sí, cae rendida ante mi salmón al vapor, la única receta que bordo. Si la alimentación de nuestros hijos estuviera en mi mano, con tal de no hacer cábalas gastronómicas, les daría jamón de york y pescado congelado todas las noches, por lo que entiendo que me eche de la cocina en los momentos más importantes. No me quejo, el matrimonio no sólo nos va bien, sino que estamos convencidos de querernos más hoy que cuando salimos de la iglesia bajo una lluvia de arroz.

Así que en casa, nada de cuotas, a pesar de que este pequeño escritor tenga asignados los automóviles (de ellos, sólo sé que su motor mancha y que mantenerlos cuesta casi como un hijo más), las chapucillas (nada como pegar con papel celo la cortina que se descuelga de los rieles), sacar el lavaplatos, bañar a los peques y acostarlos con un cuento que se repite noche tras noche, sin lugar a dudas uno de los mejores momentos de la jornada, sobre todo cuando ella nos acompaña.
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