20 jul 2004

Leo los datos del informe del Centro de Investigaciones Científicas y me recorre un escalofrío. La práctica del aborto legal se ha multiplicado en España por ochenta y ocho en los diez últimos años, especialmente entre las menores, que en el cincuenta por ciento de los casos resuelven su imprudencia en la mesa de esas clínicas negras en la que todo es aséptico y frío, como la muerte de salón. Coincide la presentación de estos tristísimos datos con la caída de caballo del viejo ministro que, al final de los sesenta, desarrolló la ley que despenalizaba la interrupción del embarazo en Inglaterra. Este venerado lord, suplica que se proteja al feto a partir de las doce semanas, ya que los avances de esa rama de la medicina, cargada de luz, que es la neonatología, han logrado mantener con vida a los de veinticuatro, edad en la que aún son carne de bisturí, sal y aspirador, y plazo hasta el que pretende liberalizarlo el gobierno del sonriente Zapatero.

Los comentarios de los políticos son unánimes por una vez: el abuso del aborto, especialmente entre las menores, es un fracaso. ¿Un fracaso...? ¿De quién? Tal vez de los que en su día decidieron abrir la veda del no nacido. Quizás de los que dificultan el derecho de cualquier mujer que decide abortar a que se le ofrezcan salidas más humanas, otras alternativas, algo diferente al “separe usted las piernas y piense que le estoy extirpando un quiste”, todo un abuso, sin lugar a dudas, en una sociedad cuyo principal referente deberían ser los débiles (la menor y el niño aún por nacer). El aborto no soluciona ningún problema (un bebé, incluso en proceso, no puede ser considerado un problema, salvo que estemos locos y la eugenesia forme parte de nuestra rutina), sino que los agrava, como lo demuestra la proliferación de embarazos entre adolescentes desde que existe este recurso como método anticonceptivo.Si la aplicación de una ley, su aplicación masiva, se considera un fracaso, quiere decir que los supuestos sobre los que se sustenta son erróneos e incluso dañinos al interés de las personas. ¿Es un fracaso para la madre, que debe pasar semejante trauma? Sin duda. ¿Se comprende entonces un cuerpo legal que traumatice de forma sistemática a los sujetos que pretende custodiar? Desde luego que no, sobre todo cuando el trauma es compartido por la vida que late en su seno, cuyo derecho fundamental se recoge en nuestra Constitución, así como en el compendio de los derechos universales. Pero este fracaso salpica a más gente: a las familias que no saben transmitir unos valores fundamentales, desentendiéndose de la educación sexual de sus hijos; a los colegios e institutos que resumen sus programas relacionados con esta materia en las formas mecánicas de evitar un embarazo; a los medios de comunicación, publicidad y ocio que banalizan las relaciones afectivas, especialmente el intercambio sexual; a la sociedad en su conjunto, que sigue cargando en la mujer todo el peso de un embarazo imprevisto y no deseado. Es decir, el fracaso es de todos.

A pesar de las tiritas, dudo mucho que las tornas cambien. Dentro de unos meses, cuando se publique el número de abortos en el año 2003, volveremos a llevarnos las manos a la cabeza, pues se habrán superado las ochenta mil interrupciones legales (quién conoce el número de ilegales, a veces de embarazos a término en el que el feto podría respirar por sí mismo). A este paso, bastará un lustro para que cerca de medio millón de vidas humanas hayan terminado su incipiente desarrollo en las papeleras convenientemente esterilizadas de los hospitales. ¿No es hora de sentarnos a debatir? Pero no sobre el nuevo proyecto de ley despenalizadota o liberalizadora, sino sobre la manera de ofrecer a nuestra juventud una esperanza que no huela a cloroformo.
Categories:

0 comentarios:

Publicar un comentario

Subscribe to RSS Feed