8 feb 2005

Carnaval. Nos gusta la fiesta. El disfraz, la charanga, cualquier motivo para romper la rutina y olvidar las preocupaciones durante un rato. Nuestra naturaleza tiende a la vacación, a la reunión social, a la desinhibición, al disfraz como recreación de otro yo, con el que nos convertimos en lo que quisiéramos ser, incluso en una burla de nosotros mismos, de nuestra pobre condición humana. La limitación de nuestra naturaleza nos va a ser recordada durante los siguientes cuarenta días, tiempo de sayal y penitencia, en el que se preconiza nuestro destino: la gusanera, el mal olor, el polvo, así como nuestra libertad para acoger la promesa de la salvación o la horrible condenación eterna. El carnaval nos permite tomar fuerzas ante la larga cuaresma del ayuno y la abstinencia, de la preparación para la purificación del alma en el confesonario ante la certeza de la finitud de este tiempo terreno. El hombre tiene la fortuna de poder reescribir su destino gracias a la misericordia de Dios, siempre pronto a perdonar, un nuevo motivo para que suene la chirigota y las calles revienten de baile y alegría. Porque el carnaval no sólo es desmadre y paganismo, como decidieron creer los cuarenta años de censura, sino una fiesta para todos en mitad del invierno, cuando el frío invita a quedarse al abrigo de la mesa camilla pero el cuerpo exige música, danza, chiste y risa. Por eso no entiendo la persistencia de algunos a la hora de convertir el carnaval en una afrenta religiosa, venga a disfrazarse de obispos, curas y monjas –poca imaginación, siempre la misma matraca–, empeñados en burlarse de lo que muchos consideran sagrado. ¿Por qué convertir la alegría en provocación? El ayuntamiento de Huesca nos ha castigado en el carnaval de 2005 con un cartel que es un insulto a la prudencia y al buen gusto: la foto de un sacerdote con los labios pintados de carmín. La alegría colectiva se ha empequeñecido con la satisfacción primaria de quienes justifican este pulso innecesario a la fe y la tradición, y el lógico enojo de la Iglesia, algunos patrocinadores clásicos del festival y numerosos ciudadanos de bien. Tengamos la fiesta en paz. Dejemos tranquilas las sacristías, la intimidad de los credos, y salgamos a las calles a llenarnos los pulmones de ganas de vivir, no como en los carnavales de Gutiérrez Solana, aquel gran pintor del noventa y ocho que reflejaba en el disfraz de sus personajes la agonía luctuosa de los condenados, sino con la frescura de los niños, que contemplan extasiados desde su cama el disfraz de tigre que vestirán al día siguiente.
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